A él, por supuesto
y a ella también.
Era la mitad de la tarde en la playa. A las espaldas estaban las vías de los trenes que van y vienen, sacándole al mar, al aire y a la arena, esa distancia que, casi siempre, saben tener respecto de los hollines de la ciudad. Para mí sigue siendo como si detrás hubiera algo que molesta, como una amenaza. De cualquier manera enfrente teníamos el Mediterráneo que allí, en los alrededores de Barcelona, cuesta relacionarlo con el del folclore luminoso de Serrat. De hecho nunca encontré el cañaveral donde se quedó durmiendo el primer amor del muchachito.
Podíamos echar la vista hacia el azul un poco velado por la potencia de la luz y hacia los barcos lejanos, aislados y diminutos.
Estábamos sentados sobre la arena, los dos, y yo disfrutaba de la compañía aún a pesar del sol que jamás fue mi amigo, salvo cuando me toca secarme sobre una roca en Santa Mónica.
No sé si lo decidí ahí mismo; en todo caso la idea debió llegar rápidamente porque haber escuchado -y confirmado- las aventuras del hombre, fue una invitación inmediata a registrar semejante vida.
Esto lo tengo que escribir, me dije.
El problema era siempre el mismo: cómo. Sabía que el discurso tenía que estar a la altura de los hechos, y eso no es nada simple. A veces el camino se manifiesta enseguida, otras tarda largo tiempo, y en otras -tal vez ésta- hay que salir a buscarlo. Aunque anteayer, corriendo por la ruta junto a los olivares, en esa consciencia que parece potenciarse con la circulación de la sangre, lo entreví y me dije: lo tengo que hacer ya.