Se llevaba razonablemente con su gordura lo que significaba que se sentía así, gorda, aunque podría no serlo. El pelo castaño, muy lacio, tal vez escaso, caía a plomo y se arqueaba cuando el viento arreciaba en la cubierta. Usaba gafas y los ojos, muy azules, parecían más pequeños tras los cristales.
Se llamaba Uta, así de rotundo y simple. Bajaría en la última parada del ferry con un puñado de personas, casi todos locales.
Se sentía dispuesta. ¿A qué? Tal vez a todo. Aunque desconfiaba después de haber perdido el rumbo y hacerse temer hasta el odio por Clarisa.
Levantó la mirada para abarcar la magnificencia de las fuerzas marinas. Era alto, muy alto. Más de un metro noventa. Un mechón de pelo se revolvía en su frente con el viento. Tenía algunas canas. De unos cincuenta años, llevaba una campera de lona encerada color verde y desgastada. Sus brazos eran muy largos.
Se miraron, él le dijo perdón y le preguntó si ella le podía armar un cigarrillo. Uta reconoció inmediatamente ese modo de hablar.
Lo observó un instante más y se puso manos a la obra. En Barcelona había quedado Clarisa, a quien le había armado tantos cigarrillos. En Gloria, alejada ya del apartamento en el que habían vivido casi cinco años. Fue Uta quien le propuso vivir juntas porque Clarisa tenía sólo el ingreso de mesera en el bar de la Barceloneta. Era alta, muy delgada, de caderas apenas suficientes para los pantalones de menor talle, de larguísimo torso y de pechos en los que ni ella, ni el cirujano, temieron al tamaño. Su belleza necesitaba tiempo para ser descubierta, pero estaba allí, en esos melancólicos ojos oscuros, en las piernas delgadísimas de ave palustre, en su andar desmañado. Fueron cinco años de vivir juntas.
Mucho tiempo, habrá pensado Clarisa, después del sofoco.
Se había dejado llevar, eso se atrevió a decirle. Y, en el fondo, Uta siempre lo supo. Reconocía que la falta de convicción de Clarisa y la incertidumbre de perderla fueron las causas de que llegara a sofocarla. Hubiera hecho lo imposible por estar siempre con Clarisa. Ya sabía que eso no implicaba que le debiera nada y que, en realidad, apenas era un mal modo de justificarse.
Ahora fumaba en compañía de él. Se llamaba Hipólito y pensó que era un nombre adecuado a un viaje por mar. Se atrevió a decirlo.
Hipólito amplió la sonrisa y Uta vio en su mirada el dejo travieso. Sus manos engullían el cigarrillo. Tierno, torpe y gigante, pensó Uta. No debería gustarle y sin embargo se preguntó dónde bajaría. La última isla no representaba ningún interés, la habitaban campesinos que se distinguían por sus ropas oscuras, de limpieza cansada.
Se sorprendió al enterarse y le preguntó si iba por algún motivo en especial.
-Porque estaba previsto y por el nombre.
-¿Por el nombre? ¿Cómo es eso?
-Cuando te agrada el nombre de un lugar, ese lugar te está invitando. ¿Y vos, por qué venís?
-Para descansar de la ciudad y terminar con una historia. He rentado una habitación en una pequeña granja junto al mar.
Preparó dos cigarrillos más para cada uno. ¿Qué pensaría Clarisa si la viese así, sosteniendo la conversación con un hombre tanto tiempo?
Uta sabía que ella le temía, que no le había sido fácil irse del apartamento, y que no era una chica a la que le gustase estar sola. Ya se habían peleado y llegaron a tomarse a los golpes. Siempre habían terminado en la cama besándose con rabia para dejar, después, que las caricias se hiciesen cargo con sus dedos largos y amables. Y cuando se quedaba dormida, Uta oía los gritos quedos, penetrantes, llenos de miedo, surgidos en la profundidad del pecho.
Clarisa pudo irse, al fin, primero a la casa de Ramiro, el amigo que reparaba teléfonos al lado del bar, lejos, para no verla nunca más. Al principio había aceptado porque sabía amar. Eso había sido irresistible para Uta y la deseaba cada vez más porque temía que encontrase algo mejor: un hombre. Un hombre, cualquier hombre, habría sido el peor enemigo de Uta.
Pasada la medianoche llegaron a la isla. Había poca gente esperando en el malestar de la vigilia obligada. Casi todos oscuros, con sus coches pequeños y viejos yaciendo en la penumbra. Se sentía el chapoteo del agua contra el muelle. Bajaron en el silencio expectante del que examina lo desconocido. Tomaron el mismo taxi, iban a la misma aldea. El primero en bajarse fue Hipólito. Ella se sintió sola y lamentó que él no la acompañara. No era bueno llegar de noche a la granja que estaba en un extremo, contigua a la playa y salpicada por árboles huraños. Se metió en su dormitorio, pobre y limpio. Le hubiese gustado bañarse.
Tardó poco en dormirse y soñó.
Estaba siendo penetrada por un hombre desconocido. Podía verse a sí misma, abstraída, curiosa, como siempre. El hombre era macizo y musculoso, como ella, y embestía lenta y mecánicamente. Ella observaba. Después el hombre desaparecía y en la puerta del recinto estaba Hipólito, alto, desnudo y de costado. Señalaba sobre su flanco y hacia abajo, con ambas palmas vueltas hacia ella, como su cabeza para mirarla, a la manera de Nijinsky. Después giraba el cuerpo y se exponía de frente conservando la posición de la cabeza y de las manos que quedaban flanqueando su sexo. Era el de una mujer.
Se despertó con la luz que se filtraba por las ventanas de madera vieja y repintada de azul.
Ese día se encontró con Hipólito y decidieron caminar hacia arriba. Uta se descubrió esforzándose para que Hipólito disfrutase del camino desde el que se veían las curvas de la costa escarpada, la playa y parte de la quinta donde se alojaba ella.
-¿Y tú?, ¿Qué haces aquí?
-Tenía que venir. Y quise conocer la isla. Ya sabés: el nombre. ¿Vos?
-Bueno, ya te dije, lo necesitaba.
-Viajás sola.
-Pues sí. Alguna vez he viajado con la que era mi pareja, pero, de eso, ya hace bastante.
Uta se preguntó qué pensaría Hipólito del artículo que había utilizado.
-Tú también viajas solo.
-Ahora sí.
-¿Y tienes pareja?
-Tengo, pero es abierta.
Esa noche cenaron juntos en el pequeño comedor que se utilizaba, también, como proveeduría. La mujer, vestida de negro, hacía una gran crema de habas. No se veía el agua, pero se la podía escuchar.
Cuando salieron Hipólito le pidió que le hiciera un cigarrillo y la detuvo cuando estaba buscando el papel en su bolso. La besó. Uta sintió una descarga helada en todo el cuerpo. Al separarse vio que sonreía.
Caminaron por la playa hasta llegar frente a la quinta donde se alojaba. Se desnudaron y se metieron al mar. Él la tomó en un abrazo y la besó de nuevo. Un lamento quedo, parecido a la palabra no, escapó de ella. Hipólito llevó la mano hacia su sexo y lo acarició lentamente. Uta cerraba los ojos.
Entraron a la quinta y allí continuaron. Ella apenas observó lo que comenzaba. Esa lentitud, sí, la fue llevando al olvido y no supo que gemía de nuevo.
A la mañana desayunaron juntos. Él comía lentamente y tomaba el café con gusto. Uta habló de su trabajo como profesora de alemán en el Colegio y le preguntó a qué se dedicaba él.
Empezaron a verse a media tarde y no se separaban hasta el día siguiente. Hipólito volvía cada mañana, invariablemente, a su albergue.
Los días pasaron solapadamente presurosos y llegó la madrugada de la partida de Hipólito. Uta se había abierto a lo que podía ser la ocasión de descubrir algo gozoso o de recibir una herida, porque el cuerpo de ese hombre le había gustado. Apenas amanecía y esperaban la llegada del barco. Sabía que Hipólito se había vuelto importante en su vida. Tal vez definitorio. El puerto se veía muy diferente a aquél de la llegada. Los pescadores, en sus botes plácidos, se preparaban para salir al mar. El pueblo de arriba refulgía blanco bajo el rayo del sol naciente. El momento de preguntarle llegó espontáneo.
-Nunca me has hablado de tu novia.
-Es verdad. No llegó la oportunidad.
-Dime, cómo es, porque me hubiera gustado conocerla.
-Seguro, es alta, argentina como yo. Flaca, no sé qué puedo decirte, pelo castaño, lacio, rasgos regulares. En realidad, sus ojos son muy grandes. Mansa. Un poco vengativa, sabés. Pienso que te gustaría.
Uta experimentó la sensación del primer beso después de la cena.
-¿Cómo se llama, ella? Tu novia, digo.
-Se llama Clarisa.