El autobús iba por la carretera que cruzaba el campo japonés sin que nada pareciese hacerse cargo de definir la nacionalidad de esa ruta y su paisaje que se manifestaba suave, contenido, sin estridencias ni excepciones. Era fácil saber que no era una ruta argentina, ni chilena ni uruguaya, tampoco francesa, ni inglesa ni alemana. En definitiva —se me dio en pensar—las rutas de cada país son únicas e irrepetibles, aunque estrechamente emparentadas. Una obviedad, me dije enseguida.
La menuda cinta asfáltica, las curvas y los desniveles tranquilos, los pastos, las parcelas, los árboles, el cielo de un celeste tenue estaban lejos de darle el carácter inequívoco de ruta oriental; eso a diferencia de los dos rostros que comandaban la excursión. Esos dos sí que eran bien japoneses, y habían sido asignados al chofer y a la guía. Los otros veinte repartían sus nacionalidades entre españoles, algún brasileño y dos argentinos que correspondían a quién escribe y a su hijo, en definitiva, el promotor filo japonés del viaje.Yo me había sentado detrás de la mujer que, en su difícil castellano, nos iba relatando los pormenores, las referencias, las curiosidades de lo que íbamos viendo. Se podría decir que eso era un tour, ni más ni menos.
Venía pensando en la mayéutica, sí en eso. Visto está que el tiempo libre, los paisajes, el buen ánimo son condiciones predisponentes a las reflexiones con pretensión de profundidad. De la mayéutica —nunca me gustó la palabra— creo haber comprendido el proceso que se me representa geométricamente como un zigzag de desarrollo cilíndrico y ascendente donde los puntos de inflexión corresponden a las proposiciones de los interlocutores que van elevando la posta de la idea hacia el cielo dichoso de la verdad. Valga un poco de retórica, si se habla de estas cosas. Pero el cielo dichoso de la verdad, y es vox populi, siempre se aleja como el horizonte porque nuestra razón está sujeta a los mismos alfas y omegas de toda cosa hecha. Del alfa y omega también fueron conscientes los hombres del sol, el Egeo, los olivos, las vides, de Apolo y Dionisos. Mayéutica, al fin y al cabo, donde una idea empuja a la otra negándola, ornándola, puliéndola, para descubrir lo mejor que la razón del día puede.
La razón del día era ir a ver un pueblo tradicional del medioevo japonés y después disfrutar de las termas volcánicas que realzan y nos hacen fraternizar con el invierno.
Correcto o incorrecto, pensaba yo. Verdadero o falso. Culpable o inocente. Y me resultaba bastante tramposo ese juego dialéctico que debe haber terminado trocando convicciones cerradas e inamovibles porsangre.
En el conflicto el progreso, me dije y, hasta ahora, se ha impuesto ese camino que se parece al trajinado, extenuante ensayo de la prueba y el error.
Recordé, entonces, un viaje a la Capital Federal donde atiende Dios, que hicimos con un buen amigo cuya cultura es amplia, ávida, ingeniosa, y —en especial— afiebrada. Él contestaba a ciertas inquietudes mías a cerca del Sintoísmo, o mejor, Shinto (creo que la palabra en más bella).
—Es un culto, animista diría, que difunde lo divino en todas las cosas. Imaginate un bosque, en el bosque el árbol más sano, más frondoso, en fín, más glorioso, bueno, ahí en ese árbol, está el Dios del árbol.
—Claro, le dije. Representa la mejor idea del árbol, la más próxima a la idea platónica del árbol. Pero esto va más cerca de la tierra y algo lejos del cielo. Como nosotros.
—En el Shinto yo soy el Dios del Hombre, pero aún no me lo reconocieron. Pienso que para que se den cuenta voy a tener que ir a Japón. Vos que vas ahora con tu hijo, avisales, me dijo mientras seguíamos dando cuenta de la aburrida largura de la autopista.
No era así de larga nuestra ruta, ni así de ancha. Un carril de ida y otro de vuelta, nada más que eso. El pueblo no quedaba cerca del trazado de las autopistas donde la fuerza de propulsión es más el reloj que el combustible. A cerca del Shintodecidí informarme de primera mano con la guía que tenía mejores posibilidades de ser más atinada que mi amigo.
—Dígame Yuriko, ¿aquí se profesa el Sintoísmo?, le pregunté utilizando la palabra que me gusta menos pero que responde más al castellano
—Sí, aquí se practica mucho el Sintoísmo, me contestó.
—¿Qué porcentaje de la población lo practica?
—El ochenta por ciento, más o menos.
—Yo tenía entendido que el Japón era más bien budista.
—Si, el Japón en muy budista.
—Pero ¿no me dice que el ochenta por ciento es sintoísta?
—Sí.
—¿Y cuánta gente practica el Budismo?
—Más o menos el ochenta por ciento.
La miré porque me pareció que yo no estaba entendiendo. Traté de asegurarme de que seguía hablando en castellano. Sí, eso era castellano.
—Es imposible, si el ochenta por ciento practica el Shinto, los budistas no pueden representar el ochenta por ciento, serán, a lo sumo, el veinte.
—No, no. Para las cosas domésticas, las cosas del día a día, la gente practica el Shinto y para las cosas más elevadas, más espirituales, la gente practica el Budismo. Hay muchos, personas jóvenes, que no creen en nada.
El autobús seguía circulando tranquilo. El paisaje no era el de Kawabata, o sí. Me callé por un buen rato, sonreí, y me puse a pensar en la cara de enojado que tenía Sócrates.