Se lo había llegado a creer. A pesar de su modestia voluntarista aprendida de los curas que le hacía dudar de cualquier logro, se lo había llegado a creer. De chiquito había mostrado su inclinación al exhibicionismo imitando a los jugadores de fútbol que admiraba. En los partidos de Las Heras, antes de empezar, ejecutaba los piques y los desplazamientos que había visto por televisión. Siempre impecable metido en su pantaloncito y su camiseta, ambos dos talles más grandes del que le correspondía. Era muy flaquito. “Un poco tísico” decía Padín, el director técnico de todas las divisiones cuyos jugadores solía ver cada quince días.

Antes de empezar aquel partido alguien había elevado un pelotazo y él estaba justo en el camino de la trayectoria descendente del esférico que probablemente estuviera un poco mojado por lo oscuro que se veía. Lo advirtió y se preparó para agarrarla de boleo desde abajo y mandarla para arriba de nuevo sin que tocara el piso. La pelota representaría un tercio de su volumen, el volumen de él, para ser claro. Lo único que parecía haberse desarrollado normalmente eran sus rodillas que abultaban categóricas en sus piernas blancas y escuálidas. Tenía habilidad, mental, el cuerpo lo acompañaba más bien poco. Desplazó notoriamente la piernita hacia atrás y sacó la patada para tomar la pelota desde abajo. Se sintió un ruido apagado, como de balón que se pincha. Su pierna fue rechazada hacia abajo. La pelota quedó suspendida por un instante y luego cayó rebotando sólo una vez sobre el piso de tierra. “Le falta sopa”, dijo Padín en el borde de la cancha que tendría unos cincuenta metros.

Era fanático de Independiente. Se había hecho de ese cuadro cuando se consagró campeón de América dos veces seguidas. Consideraba esa gesta como algo insuperable. También le gustaban jugadores destacados de cualquier otro equipo. Los jugadores eran sus ídolos y agregaba anécdotas a las ya conocidas y a las que contaba la revista Goles. Se atribuía, era sincero, un conocimiento íntimo con los famosos.

Creció un metro y medio en ese verano, lo que lo convirtió en el más alto del curso y de la manzana. Y siguió jugando al fútbol. Ahora la pelota junto a él repetía la proporción de una pelota de tenis junto a un hombre de estatura media. Jugaba bien, hacía grandes desplazamientos que le permitían recorrer la cancha con poco esfuerzo. En general jugaba abajo. Si saltaba para cabecear un córner no quedaba otra alternativa para los jugadores que contemplar lo que sucedía en las alturas. Muchas pelotas se iban a unos dos metros arriba del travesaño, que era el nivel que alcanzaba con el salto. Le costaba dar el cabezazo hacia abajo. En realidad, lo hacía, pero la pelota solía picar en el suelo uno cinco metros detrás del arco.

Podía haber sido un jugador de fuste, un espécimen único, pero fue cooptado por una práctica oriental que lo sedujo como a tanta gente que se monta una idea mítica de algo que no lo es en absoluto. Sucede que, en la búsqueda de lo extraordinario, la gente asigna a ciertas actividades, atributos que son fruto del deseo y no de la realidad. El arte marcial era de origen coreano y es conocida la necesidad de fantasía que traspasa la idiosincrasia de los países de oriente –piénsese en algún festejo donde hay luces, explosiones, gusanos humanos con rostros de dragón, ojos azorados y alguna que otra puñalada–.

Decía que el entrenamiento era buenísimo y se anotó en las clases de un maestro que, como otros, se atribuía tanta autoridad como sabiduría, aunque solía decir boludeces.

Se destacó siempre hasta llegar a cinturón negro. Era el único capaz de enfrentar a un luchador lacónico y veloz como una mamba que podía aguantar brutales puñetazos en el abdomen. Así se entrenaba. Él consideraba que los puñetazos le dolían y que probablemente le causaran heridas internas cuyo precio pagaría más tarde. Era un tarado, pero les rompía la cabeza a todos. Había clasificado para el Campeonato Mundial que se desarrollaría en Glasgow. A él lo convocaba esa ciudad escocesa porque de allí era aquel Celtic que fue derrotado por el Independiente de sus amores en la final de la Copa Intercontinental. Sin embargo, el fútbol había quedado en segundo plano. Sobre todo, por las minitas.

En eso estaba cuando llegó el luchador lacónico que se enfiló al vestuario del Centro de Entrenamiento donde practicaban bajo la tutela de un profesor de extraordinaria elongación y exiguo criterio.

Conversaba con una morenita, también practicante, que prestaba atención a su discurso con la disposición equívoca de lo femenino en términos de evaluar al candidato. Se lo había llegado a creer y por eso le decía, sentado en la oficina de la entrada a la que tenía derecho por su categoría, que él, e incluso su familia, venían munidos de una carga genética inusual. «No es que te lo diga porque quiera maravillarte sino porque creo que es verdad. Somos fuertes, rápidos y sanos, resistentes al dolor y casi inmunes a las lesiones. Me da vergüenza, pero es así. Ahora te dejo y me voy a entrenar con Motta que se va al mundial y necesita un sparring. Después, si querés, nos tomamos una cerveza en Gorostarzu».

Se fue a cambiar y sin hacer ningún calentamiento se puso a hacer combate con el luchador lacónico que se dejaba abierto el equipo para exhibir sus pectorales que, a decir verdad, se veían un poco globulosamente sospechosos. Entre los escarceos preliminares que siempre terminaban en un intercambio salvaje de golpes, el luchador lacónico lo tocó levemente a la altura de la cintura con una patada circular. Él dejó de moverse.

―Dale, movete, le dijo el luchador lacónico.

Se mantenía en una posición que sugería movimiento pero que no lo tenía, como las estatuas olímpicas.

―Si apenas te toqué, insistió el otro.

Él permanecía completamente inanimado salvo por cierto estupor en la mirada. El luchador lacónico se acercó presa del desconcierto.

―¿Qué te pasa?

―…o me pueo ové –alcanzó a articular.

Llamaron a la urgencia y, después de aplicarle una inyección, él de pie, pudieron sentarlo en una silla de ruedas y llevárselo.

Lo sacaron del lugar con la mirada vidriosa hacia adelante, abstraído en su mundo que lo introducía a la discapacidad. Guarda el vago recuerdo de ser contemplado, a la salida, por el desconcierto de los ojos de la morenita que seguía en la oficina, ahora festejada por un enano que también practicaba.

Lo cierto es que se recuperó completamente después de un mes de reposo e incluso volvió a practicar. Intentó, alguna vez con éxito, romperle la cara al luchador lacónico, que ganó en Glasgow y que después dejó la actividad y se operó para cambiar de género.

La morenita, a la postre, se fue con el enano y a vivir a Mar del Plata.

La anécdota, basada en una historia real, como suele mentarse ―aunque sea casi imposible esa afirmación si nos atenemos a definir la realidad―, intenta jugar con la idea de raza superior.

El concepto de heterosis, tal como aprendí cuando era estudiante, define esa condición que hace que los individuos de la progenie de dos razas puras y diferentes se comporten mejor en cuanto a los caracteres deseables: salud, sobrevida, resistencia a enfermedades, capacidad productiva. Lejos de la endogamia homologante, ellos, que proceden de los cruzamientos, pueden más. Es dable pensar que esta condición, en líneas generales, se puede extrapolar a lo social, lo que defendería una sociedad plural y por tanto rica, con los ingredientes necesarios que esperan la combinación que les permita expresar esa riqueza.

Ganamos la Copa del Mundo. Argentina, campeón mundial, Argentina campeona mundial, Argentina, campeones mundiales. Nada menos y, prestando atención, se pudo comprobar que el equipo criollo (a propósito el término aunque debería decir mestizo si nos atenemos a la precisión) impuso con mística y convicción colectivas su fútbol frente a otros equipos donde se “enseñoreaban razas superiores”.

No parece atinado pensar que los negros en el equipo francés sean, justamente, franceses apócrifos. Acaso los negros estadounidenses o brasileros son menos representativos de sus respectivos países. ¿No será que los franceses, al incorporar a los negros, magrebíes y otros han aumentado sus posibilidades?

En nuestra historia como nación las alegrías y los logros han sido ―y son― fruto, tantas veces, del mestizaje de ideas y hombres: la Revolución de Mayo, plantarle cara al colonialismo ―aunque sea solamente eso, visto cómo sigue vigente―, la defensa de la Islas Malvinas, las personas de Mariano Moreno, Simón Bolívar, María Remedios del Valle, ¿San Martín?, y ahora este campeonato donde las gotas de sangre original podían percibirse en la mayoría de los hermosos rostros de “nuestros” jugadores.

Para rematar y echando mano de lo que conviene cuando de palabras se trata, vaya este fragmento del Estribillo del Turco de Pablo Neruda que al margen de las extraordinarias aliteraciones nos aconseja:

“Por eso deja que todas tus puertas

se cimbren a todos los vientos abiertas

y de tu huerta al viajero convida,

dale al viajero la flor de tu vida.

Y no seas duro, ni parco, ni terco:

 

sé una frutaleda sin garfios ni cercos.”