Pensaba en ese mediodía de Saint Jean de Cap Ferrat cuando se había sentado al sol acompañado de una mujer morena de ojos negrísimos a la que no doblaba en edad. Ella se estaría acercando a los cuarenta, y se veía muy juvenil. Pero a Rocco lo consolaba que, en un resplandor provocado por los faroles de la calle durante la noche anterior, le había notado un grupo de arruguitas convergentes en la comisura del ojo dándole un aire más maduro, y, tal vez, más sufrido. Pero era muy bella esa noche cuando le relataba que estaba caminando mal y que por eso se había caído al suelo.
Me entendés, le había preguntado. No estoy caminando bien, de eso me doy cuenta, y por eso mismo me caí al suelo. Ni siquiera puse las manos para amortiguar el golpe y me lastimé. Necesito andar derecha. Hacer lo que tengo que hacer.
Rocco no notaba ninguna herida en la mujer que usaba su abundante pelo negro sobre la frente y que lo miraba con sus ojos grandes, muy abiertos.
¿Qué tenés que hacer?
Ella esbozó una sonrisa enigmática y benigna. Tengo miedo de lo que tengo que hacer, dijo.
Él se había detenido unas dos veces en su boca generosa y debió reprimir las ganas de besarla. Fue ella quien esa misma noche lo besó, también con besos generosos, pero no muy extendidos.
El creía que había mantenido los ojos abiertos, como solía, tratando de controlar la escena, y, en todo caso, de iniciar el ritual que podía terminar en su dormitorio. Recelaba de no haberse tomado la pastilla de sidenalfil, que le aseguraba un buen comportamiento en la cama y que lo podía dejar tranquilo.
Pero no lo estaba.