Lo había visto al enano definir la final con un golazo de los suyos. ¡Por fin, enano querido! La alegría había explotado en las calles y todo el mundo era más amigo y más bueno.
Ahora, dos semanas después, era su turno. Waldo necesitaba meter un gol, era más que urgente, era vital. Hacía diez años que jugaba en la primera de “las Heras” y sabía que ése era su último partido. Necesitaba el gol.
Había alcanzado prestigio en su equipo. Todos, casi todos, respetaban su temperamento y su identificación con los colores del club. Fue quien más tiempo usó la corbata conmemorativa con que se festejaron las bodas de oro de la institución. Nunca supo bien quién habría sido la consorte ―le parecía que al club le correspondía el género masculino.
Era flaco y alto, de piernas delgadas y fibrosas. Se podía enojar rápido. No hacía gala de gran destreza, conocía los trucos básicos y se movía rápidamente, aunque sin gracilidad. Sus desplazamientos eran mecánicos, más bien rectilíneos, Como a la mayoría de los jugadores se le atribuía una virtud o, en todo caso, un atributo. El suyo era verdadero: la patada más potente y quirúrgica de la historia del club. De los hechos previos a su fundación poco se sabía: aquellos jugadores eran más míticos que realistas.
La palabra no le parecía la más precisa, además lo remitía a los ejércitos españoles de la gesta de la independencia y por eso la reprobaba.
El partido iba uno a uno y desde hacía una media hora no había situaciones de claro peligro. Se maniobraba mucho en la zona media y faltaban las jugadas largas. Ricardo era el más habilidoso del equipo, pero ese día parecía no ser el suyo. Jugaba sin convicción, desganado. Todos sabían que era capaz de dar vuelta el marcador en una sola acción, pero esa acción no llegaba.
Él sentía el compromiso y la necesidad de hacer que la balanza se inclinase a favor de su equipo. Su equipo no era de los que se van imponiendo con la posesión de la pelota como el Barcelona. Él estaba de acuerdo, eso bordearía la falta de respeto por los contrarios. No era igual con los codazos que sabía prodigar sin filtro y -en honor a la verdad después de lo que había llegado a hacer- con la fortuna suficiente para que no los suspendiesen por noventa y nueve años como se acostumbraba. Es cierto que pocos alcanzaban a completar la medida disciplinaria. No fue su caso y hoy, a pesar de la impotencia que lo fastidiaba, no iba a dejar una mala imagen. Era de los más veteranos junto con Halbertih, el arquero. A pesar de haber jugado tanto tiempo juntos no los unía un compañerismo diferente al que se puede entablar con algún jugador pasajero. Halberrih, a su criterio, volaba demasiado.
Tenía que tener paciencia, la oportunidad llegaría, no en vano había acumulado tanta experiencia. Había que esperar y, mientras tanto, se dijo que lo mejor era devolverle la pelota a cada uno de los compañeros que se la pasaba para cumplir con todos, salvo en el caso de que el arco estuviese a tiro para meterla en el ángulo, como pensaba. La pelota tendría una trayectoria rectilínea ascendente, nada de elaboradas parábolas ni de suspenso. Cañonazo y a cobrar.
Algunos de los del público notaban su empecinamiento en devolver los pases siempre a quien lo había habilitado, no era lo usual. Esos mismos sabían de qué se trataba lo que estaba pergeñando. Los alientos menguaron hasta que se estableció un silencio que, si éste no fuese un partido de fútbol, bien podría calificarse de sepulcral.
El tiempo corría. Iban treinta y cinco del segundo tiempo y por lo menos treinta desde que no pasaba nada. Halberrih tuvo ganas de sentarse junto a uno de los postes. No lo hizo, era poco profesional. En el fondo guardaría la esperanza de que ese partido fuese intrascendente para contrariedad de Waldo.
En el minuto ochenta y cinco Ricardo emprendió, por fin, un ataque individual desde su zona media. Iba con la velocidad habitual que se parecía a la lentitud y que sin embargo dejaba atrás a los jugadores contrarios. Le hizo un túnel al primero, después un tuya-mía al segundo y se desplazó hacia adelante por la zona derecha del campo rival. Waldo corría a la par, por el medio, para obligarlo a que se la dé. Por fin recibió el pase. Estaba lejos, aún, del arco. Podía acercarse unos metros, había espacio. Como un autómata se lo devolvió. Fue consecuencia de estar haciendo lo mismo desde hacía un buen rato. Pensó que todo se convertiría en una pared, pero Ricardo quebró la cintura dejando parado a un defensor que lo esperaba y enfiló hacia el sector izquierdo. Se la cedió a Rivarola que le dio como venía mandándola por encima de las tribunas de madera.
Waldo odió a Rivarola. Con Ricardo no sabía a qué atenerse. Waldo no era de deprimirse, al contrario, la impotencia le servía de combustible. El juego volvió al medio campo y, muy a su pesar, siguió moroso. Ya no había tiempo, transcurría el minuto ochenta y ocho. Él seguía empacado con la idea de devolver los pases. En realidad, le hacía poca falta porque eran los contrarios los que manejaban la pelota. Dejó de correr tras ellos y se empezó a mover en el centro del campo, de costado y en un vaivén regular. Parecía una suerte de danza ritual.
Uno de los contrarios, un tal Polvodoro, vio a Halberrih adelantado y pateó desde el medio campo un tiro parabólico. Todos vieron cómo se metía la pelota en medio del arco pegada al travesaño. Y enseguida vieron que Halberrih en una volada de tres metros hacia atrás que solo un experto clavadista podría ejecutar, la manoteó para que saliera por encima del palo. Halberrih cayó empujando la red de detrás del arco que engordó como una malla de contención. Fue a buscar la pelota en medio de los aplausos y sacó al rastrón en dirección a Waldo.
Era ahora o nunca, noventa y dos minutos jugados. Había mirado hacia la meta contraria y visto que los once estaban esperándolo en una formación cerrada. Entonces giró y encaró hacia campo propio. Dos de los adversarios empezaron a seguirlo. En la tribuna concordaron en que buscaba abrir la defensa contraria.
Desde unos cuarenta metros pateó. Los hinchas percibieron la fuerza de martinete en la patada. El tiro salió muy parecido a como lo había soñado, iba recto y ascendente, la pelota parecía incapaz de girar. Era un misil más que un balón y la certidumbre con que trizaba el espacio aseguraba la precisión, por lo menos, y una posible deflagración al momento de encontrar el blanco. La pelota no explotó, se hubiera dicho que tenía la pólvora mojada o que había fallado el detonador. Waldo contemplaba su tiro con la gravedad de los jugadores cuando esperan el instante supremo. Todo fue muy rápido, como una ráfaga o un fogonazo. Pocos pudieron llegar a disfrutar el proceso de comprender como se metía en el ángulo, a pesar del esfuerzo de Halberrih que voló unos cinco metros.
Waldo no gritó el gol. El público siguió mudo. La letra o dibujada en las bocas se mantenía átona. Waldo empezó a encaminarse hacia el vestuario antes de la pitada final. Se le escuchó decir que todavía no se iba a retirar. Hubo, sí, algunos aplausos aislados y alguien que dijo: “Está bien qué mierda… ¿dónde decís que termina su carrera el enano?”.