Y sin tu boca…
hace ya diez años.
Como perro con límite
tuve que aprender a mirarte,
a tocarte, a rozarte,
pensando, queriendo,
sospechando
que tal vez te rociara
el agua filosa del deseo.
Un río de la sierra, una ráfaga fría.
para estar allí,
cuando en tu piel suceden
las llamas de la escarcha,
y que entonces te echaras a mi abrazo
irradiando,
casi igual que mi jardín,
ese aura tuya de nueces y lavanda.
Yo soy un animal, dijiste.
¿Qué cifra hubo en esa confesión tardía?
¿Por qué no tengo más angustia,
más sueño repetido,
que el espejo de los besos
que nunca vas a darme?
Si voy por la ancha carretera
donde respiran los abrazos,
peregrino de árbol a horizonte,
de aguas y ciudades,
de abiertas cafeterías como muchachas,
desde hace ya diez años,
¿por qué seguís impávida?
Tenerte temblando,
niña después del agua.
Eso.
Eso,
y casi solamente.
Ni siquiera tu cuerpo traducido,
sino tu alma
y la fortuna de hacerla testimonio,
de asegurarla,
temblando como una banderita
donde pasan el sol
y las siluetas lentas
que se queman a la tarde.
¿Por qué,
animal en la penumbra,
no te subís a la misma carretera?
Aunque sólo sea
en el exorcismo de una tarde,
aún con la noche abolida,
aún sin su codicia insustituible.
No dejés que me apague sin haberte conocido,
casi desnuda en la boca,
un poco mía, por dos instantes.
Vení, redonda de cuerpo, chiquita
a decirme que podés quererme
y desearme.
Llevame con vos hacia la pluma de tu cuello…
yo no puedo llevarte.
Y si cruzo la aduana de tus ojos
dame por refugio el aroma fugitivo
bajo tu melena de humo y viento.
Dame la tarde de tu amor de espuma,
y en la indolencia de la siesta,
por la sombra o por el frío,
esas penúltimas dulzuras:
el espectro de tus piernas, la distracción de tu mirada.
Dejá tu nervio debajo de la alfombra,
para mí
que te busco hace tantas horas
con su minuto de perfume estremecido.
Aún,
a riesgo de que se rompan los cristales,
sé mi amiga mejor,
con la ropa sobre el piso
con la risa triplicada,
la cierta y noble lágrima de la belleza,
la gota de la resina,
tu escondido aroma a yuyo,
la yema de tu índice
o después de la sonrisa
el bizcocho con un beso
en la palma de tu mano.