El aire limpio y plácido de la primavera en Sant Andreu.
El sombrío de la luminosa perfección budista.
Ella en su aire, cómodo y liviano.
El de la calle de Serrat.
El infinitesimal incendio del alvéolo.
El aire pegajoso del anciano.
La citronela de mayo en Buttes-Chaumont.
El aire del pasto que sigue quemando los caminos.
El del estiércol, valeroso en los corrales.
El primer aire del resuello del ternero.
El postrer aire del suicida.
El instantáneo aire estupefacto.
La bronceada manzanilla de Amorgos.
El que los perfumes desconocen.
El metal avinagrado de antes de la lluvia.
El aire en el país de los jazmines.
En Santa Mónica, el horneado por las rocas.
El del Egeo, difundidamente femenino.
El aire navegado de la gaviota taciturna.
El hambre del aire en la panadería.
La hamaca del aire en sus pechos orgullosos.
El del tabaco, con su mirada persuasiva.
La leche del aire en la piel de los cachorros.
El aire viciado en el claustro del convicto.
Y, tal vez, el espirituoso aire de la tarde
cuando un amor sucede.