No era la única, había otros que lucían esa suerte de serenidad en la mirada que se forja con el temple. Era como un cuchillo pulcro y eficaz descansando sobre una tabla y a la espera. Había dejado de volar el gran espacio para quedarse donde estaba él, a pesar de los fríos en el invierno. Lucía implacable y fiel cuando descansaba sobre la percha contemplándolo en la calma, lejos del capirote y del guante.
A él le gustaba verla allí, atenta, amándolo tan elaboradamente como la naturaleza y el tiempo inagotable lo permiten. Cuando la tenía sobre el guante solía acariciarla en medio de los ojos con el dedo índice y ella juntaba levemente los párpados.
La había criado después de rescatarla de aquel cerro árido que sus padres habían elegido sobre el valle verde y estirado a lo largo del río.
Nunca volvieron. Sí, llegó él para llevársela al día siguiente y constatar que seguía sola. La cargó escuchando sus chillidos débiles.
Ella se hizo al olor a fuego viejo de esa cocina y al ritual de cada mañana antes de que él se fuera a trabajar. Comprendió el juego del señuelo y el premio y, lentamente, fue descubriendo de lo que era capaz hasta que una primera vez y desde la altura, invisible, plegó las alas y se transformó en un bólido bajando a trescientos kilómetros por hora para topar aquella perdiz al vuelo ante los gritos de alegría de él.
Él pensaba que no había espectáculo más bello que el proyectil oscuro capaz de frenarse en un arco acrobático para evitar el suelo después del choque y volver, enseguida, en vuelo oblicuo para rematar el alboroto de plumas y espasmos. Él era puro acecho y sentía, hasta el clímax, la descarga en el largo de su cuerpo cuando sobrevenía el arrebato.
Cuando entró la primera vez, la mujer, se sorprendió de su tamaño y de su esplendor de arma viva y quiso tomarla entre sus brazos. Lo hizo con el auspicio y la vigilancia de él. Ella la dejó hacer, pero sus músculos se contrajeron sobre sí mismos, como si tuviera frío. Él se la sacó de los brazos y la dejó en la percha. Le dijo que cazaban, que la amaba y que no tiraba un tiro por sus presas. La mujer respondió diciendo que era hermosa y su tono semejaba el de la melancolía.
Esa noche durmieron juntos y para ella fue la primera vez que escuchara esos modos de la voz humana que, en algo, se parecían a su festejo cuando ella topaba.
No se acostumbró al olvido de él en esas noches porque eran infrecuentes.
La mujer dejó de visitarlo y las cacerías continuaron siempre que el tiempo fuese bueno hasta que él decidió probar un día, de los muy escasos, en el que arreciaba la niebla bajo un cielo nublado. La vio ascender unos metros para perderla enseguida. En la cerrazón, pensó que quizás no la viera nunca más y qué sentiría ella en esos instantes.
Caminó y se miraba las zapatillas sobre la aspereza del sendero de polvo y guijarros. Temió por la posibilidad de que ella hubiese perdido el rumbo o aprovechado para responder al trabajo que un tiempo, más largo que sus medidas de hombre, había hecho en su especie.
Comenzó a agitar el señuelo. Experimentó una certeza, ella volvería, ni la bruma ni la ceguera tenían nombre en su esencia rapaz.
Chifló y levantó la mirada hacia la niebla impenetrable. Le pareció escuchar un batir apagado. El tableteo mantenía apenas su intensidad, incluso la bajaba. No se atrevió a chiflar por unos instantes y cuando pudo hacerlo la niebla le devolvió su dejo de soledad. Casi enseguida, el ruido se tornó compacto.
La silueta negra llegó desmañada y se aferró al guante. Se preguntó si el hecho de que su índice presionara más la frente de ella podría transmitirle lo que estaba sintiendo. Se dijo que sí.
Era suficiente, no lo volvería a hacer, había sido un juego estúpido. Pensó cuánto de humano tenía ella, y, en todo caso, cuánto de halcón tendría él. Pensó en el momento en que un proceso producía un alma y vislumbró que las almas de todos los seres sabían y sentían, de algún modo más precario o más elaborado, las mismas cosas. Era la ética del universo. Pero ella detentaba sus garras capaces de hendir y tajar, la tijera y la prensa de su arma córnea, allí, rotunda bajo los ojos, con la que podía experimentar el olor y el gusto de la muerte.
Esa noche, encaramada en la percha, parecía interrogarlo con la mirada.
La mujer volvió a visitarlo. Una mañana se levantó antes para ordenar esa sala donde él solía tomar su café en medio de los utensilios de los que, siempre, echaba mano. La mujer liberó la mesa de madera de tapa virgen y áspera, y apretó los objetos en el único estante que estaba sobre la pileta. Encontró un mantel a cuadros de contornos azules y cuerpos rojos y lo tendió. Cuando él se levantó ella tenía el café listo y tres rodajas de pan sobre un plato. La mujer le preguntó por qué la percha de ella estaba en medio y si no era conveniente retirarla un poco. Él prestaba atención a la mesa y gozaba del aroma del café.
Después de un par de semanas en que iba y venía, la mujer llevó su ropa y se quedó en la casa. Ella acechaba sus movimientos que se afanaban en reacomodar y limpiar. Ahora, al alba, era la primera que abría la puerta de la cocina. Ella no se acostumbraba, y sufría el mismo sobresalto prieto cada mañana, seguido de una atención sostenida a sus movimientos. Se la veía estirar el pescuezo, girar e inclinar la cabeza, sin dejar la percha.
Las cacerías cesaron casi por completo, y ella ya no escuchaba la descarga ahogada y rabiosa de él cuando era una perdiz o una martineta. Aunque no era muy diferente a lo que llegaba en las noches desde el dormitorio contiguo a la cocina, ese ronco desahogo que, cada vez, aceptaba ajena.
La percha fue desplazada hacia el muro. La pared blanca, ahora enmarcaba la figura de ella. A él no le gustaba verla, allí, como una gloria encarcelada. Ella abría levemente el pico y hacía palpitar la garganta sin emitir sonido. Nunca antes lo había hecho. Él propuso que, tal vez, deberían volver a cazar. La mujer se volvió para mirarla. Su garganta no dejaba de latir
Había que hacerla volar. Había que salir, ella no estaba para quedarse en la percha a centímetros escasos de la pared. Hacía falta hacer un buen escabeche. La mujer dijo que iría con él, que quería ver y aprender cómo era.
Cuando ella abatió de un golpe el vuelo esclavo de la perdiz, la mujer pudo verlo curvarse sobre sí mismo, con ambos puños apretados, victorioso y alegre.
La mujer dijo que ella lo hacía feliz y él se avergonzó.
Ella fulminó a la segunda perdiz, y se precipitó, como nunca había sucedido, contra el suelo del que pudo elevarse con un aleteo herido. Él festejó débilmente. La mujer aulló. Ella abandonó la presa y se remontó de nuevo, en línea recta. Él fue por la perdiz muerta. Al volverse pudo percibir el trazo del dardo oscurecido, el despliegue de alas y la detención del ataque para enarbolar las garras que se aseguraban sobre el cuello de la mujer. Estaba a unos cien metros y podía escuchar los chillidos y ver ahora ese otro aleteo, el vano de los brazos de la mujer.
Corrió y supo que la única manera era ahorcarla porque sus garras nunca soltarían el cuello. Fluía la sangre sobre la piel blanca. Él la tomó por el pescuezo y pudo sentir las pequeñas vértebras, la blandura inesperada, y el ahogo. No quiso ver sus ojos, tampoco tirar y provocar un desgarro. Ella iba a soltarla cuando muriera. Nunca antes.
Ella supo que no iría a volar nunca más y en el momento del oscuro silencio terminó de cerrar sus garras dentro del cuello y las extrajo cortando la carne y la fuente hecha para llevar la vida al resto del cuerpo.