Mi madre lo veía con admiración. Quería verlo así, seguramente fruto de su amor. Incluso lo comentaba muchas veces haciendo notar que el mundo en el que me movía tenía una importancia única, y que no sólo debía tenerla para mí, si no para todos. El hecho de no prestar atención a ninguna otra cosa mientras estaba enfrascado en algo, y eso ocurría la mayor parte del tiempo, era visto por ella como una gran virtud, un síntoma de genialidad oculta y en progreso.
Me he dado cuenta a través de los años que tal vez sea una disfunción de mi psiquis, tantas veces puesta en tela de juicio por ciertas vecinas (a decir verdad creo que eran casi todas las vecinas). Porque esa característica me hizo y aún me hace responder a ciertas preguntas que no me interesan y que me obligan a perder el foco de mi atención, de una manera sumaria y cierta, y después olvidar completamente el hecho con las consiguientes consecuencias, a veces catastróficas. Esa condición y los recuerdos de las pruebas de resistencia que hacíamos en el pozo forman parte de los indicios que me generan dudas acerca de la conformación de mi estructura psicológica. Pero no me alarmo porque sé muy bien que a la mayoría de nosotros nos pasa lo mismo.
El pozo era una gran excavación que habíamos hecho en un terreno baldío que daba al fondo de mi casa y que habíamos cubierto con unas chapas que nos regalara “el tata”, Era el abuelo de cuatro hermanos entre los que estaba mi amigo Ezequiel. El tata era un hombre alto y bondadoso que se llevaba muy bien con los niños, salvo excepciones, como el día en que me corrió con el hacha en ristre hasta la puerta de su casa por alguna razón que no recuerdo bien. Quizás le haya robado alguna de sus herramientas, a las que siempre deseaba y que perdía enseguida cuando mi atención era seducida por algún abejorro o el lobuloso lunar cerca de la boca pintarrajeada de una de las vecinas poco aficionada a mis comportamientos. La cara de las adversas vecinas me atraía irresistiblemente. Quedó en mi memoria una cara tipo cuya impronta tiene el arco de las cejas bien marcado, realzado con color negro y el inquieto tremolar de las finas líneas de los labios bermellones. Por cierto, esas caras no me causaban rechazo, si no por el contrario una neta curiosidad cuya principal causa era el hecho de que yo las percibía como un producto fascinantemente horrendo.
No sé si la vecinas sabrían algo a cerca del pozo. Quizá dudaran de su existencia. Pero el pozo existía.
En él solíamos encerrarnos con objetivos diferentes como hojear alguna revista pornográfica, conversar, o comer algo sin nada de hambre. En general esas reclusiones nunca se extendían por mucho tiempo. El pozo nos encantaba, no sabíamos bien qué hacer cuando estábamos dentro. Salvo el ritual de tapar todas las entradas y encender un fuego en unos huecos que habíamos cavado en las paredes de tierra y a las que denominábamos hornos por tener tiraje (nosotros le decíamos chimenea). También las chimeneas eran obturadas por algún trapo o incluso un amasijo de barro, de manera que todo el humo producto de la ignición se difundía densamente en el espacio del pozo. El desafío consistía en aguantar lo máximo posible adentro y yo me caracterizaba por doblar en tiempo al segundo que generalmente era Ezequiel o el potro Valenciano Yo decía que para aguantar tanto llegaba a los umbrales de la muerte. No usaba la palabra umbrales, pero sé que quería decir eso.
Alguna vez me costó un principio de asfixia que supe disimular con decoro.
Lo del campeonato mundial fue diferente. Él día del campeonato mundial decidí quedarme hasta el límite último de mi resistencia. Duré tanto que mis amigos tímidamente primero, empezaron a golpear las chapas con pequeñas patadas, una cada tanto, sin obtener respuesta. A la falta de resultados habrá seguido la impaciencia y con ella el gradual incremento de la fuerza y la frecuencia con que castigaban la chapa. Hasta el típico desmadre que los vería pateando como enajenados, sin saber bien para qué. Yo calculo que sería más para destruir todo lo que había a su paso que para reclamar mi presencia fuera del pozo.
Pero ésa fue mi salvación. El alboroto me debe haber dado algo de conciencia y la voluntad suficiente para emerger.
Salí como pude de la puerta del pozo, supongo que con poca cara de victoria, Seguía prácticamente desvanecido.
Está blanco me parece que gritó el potro Valenciano que siempre me desafiaba con suerte adversa. De eso me acuerdo porque yo soy bastante moreno, medio pardo como decíamos antes.
Traté de sortear el tremendo mareo como pude y sin decir palabra, frente al silencio inexpresivo de mis amigos que me contemplaban, comencé a desandar el camino hasta mi casa: Todavía me acuerdo del tambaleo. Cuando llegué no pude más que echarme en la cama. Falté tres días al Víctor Mercante (a mí me gustaba decirle Víctor Mercantil porque era una palabra más elaborada) entre vómitos y nebulizaciones.
El campeonato mundial y el adoquinazo fueron quizá los dos hechos que más me deben haber ganado la fama que tenía entre las vecinas. Esos dos hechos y mi obsesión con las bicicletas.
Lo del adoquinazo fue producto de mi inquebrantable voluntad para el trabajo físico. Ese trabajo consistía en aquella ocasión en arrojar adoquines (de los grandes e irregulares) fuera de la zanja donde correría red cloacal que se estaba tendiendo. Había muchos adoquines adentro de las excavaciones que habían rodado desde los bordes.
Mi furor para sacar adoquines era tal, (siempre quería ser el mejor, el más fuerte) que en un momento el adoquín que arrojé hacia arriba en medio de la seguidilla, no hizo la parábola necesaria para caer fuera de la zanja en la que estaba inmerso y que imaginábamos como una trinchera. El resultado de la falta de curvatura del lanzamiento fue que volvió sobre mí, dándome limpia y secamente en el cráneo. No sé si tuve una pérdida parcial del conocimiento, en todo caso me re hice enseguida hasta adquirir la petulancia de un héroe por la resistencia de mi cabeza que enseguida empezó a deformarse. Por largo tiempo la anécdota del adoquinazo se siguió comentando, sin dejar de referir que nunca en las inmediaciones se habían visto semejante chichón.
Es evidente que los del pozo y el episodio del adoquinazo son hitos que me han marcado. Sin embargo, lo que se ha sostenido más a través del tiempo es mi relación con las bicicletas.
Aún no sé cuál es el motivo del embrujo que siento por esa invención en el que el ser humano debe haber llegado a los límites de su ingenio o quizás simplemente tuvo la suerte de encontrar en una tarde feliz. Y no hablo de esas bicicletas ridículas o lo que fuere que se ve en los grabados del siglo diecisiete, de las cuales caerse debe haber tenido resultados desastrosos, sino de las actuales que con variaciones siguen manteniendo un sistema básico de funcionamiento. Me resulta hermoso ver las dos ruedas alineadas, los tenues rayos tan endebles cuando solos y tan resistentes cuando operan mancomunadamente sosteniendo en perfecta democracia el arco de la llanta. Y la potencia lanzada de la rueda cuando se le da tracción con la mano a los pedales de una bicicleta invertida, o el traslado de la fuerza aplicada a la palanca del freno a cargo de un extraño cable para hacer que los tacos aprisionen los bordes de la llanta. En fin, describir eso es como querer explicar algo cuya justificación excede lo razonable, algo de lo que a veces tiendo a perder el registro. Lo cierto es que desde que me acuerdo las bicicletas me encantan. De hecho, aprendí a andar de muy pequeño, a los tres años y sin la asistencia de las rueditas que solían acoplarse al eje trasero para evitar caídas de los que aún no habían desarrollado el sentido para mantenerse en equilibrio.
Era muy feliz cuando empecé a dar las primeras vueltas a la plaza frente al encanto de mi madre y la mirada atónita de Ezequiel y sus tres hermanos. Haber descubierto la capacidad de equilibrarme y darle tracción a semejante invento fue maravilloso, como todo lo ocurrido alrededor de las bicicletas incluyendo, claro, la llegada de Birgit. Pero todo a su tiempo porque aquello y en realidad todo, es cuestión de equilibrio y parece ser que este mundo requiere de la finura de un funámbulo para evitar tantos errores. Ese día demostré equilibrio montado sobre la pequeña bicicleta que me había regalado mi padre y empecé a adquirir confianza. La confianza devino en velocidad. Era muy difícil que se me viera circulando plácidamente por las veredas de la plaza, sino más bien lanzado sobre mis propios límites que según una novia de años, tenía completamente corridos. Pero yo sé que le encantaba cuando hacíamos el amor en el lavadero de la terraza de su edificio mientras su madre tendía la ropa.
La plaza aún hoy tiene una rotonda central (hace unos días volví a recorrerla después de tanto tiempo de estar fuera) conformada con las mismas baldosas amarillas que el resto de las veredas. Por fuera de la rotonda y sobre el césped hay unos bancos de cemento y piedra situados a unos cuantos metros uno de otro y debajo de un ligustro disciplinado donde solían conversar los jubilados. No sé si aún siguen con ese hábito. Era normal que algunos se sentasen en los bancos y otros permanecieran de pie enfrente de ellos y sobre el borde de la rotonda que se elevaba por sobre el nivel del césped unos veinte centímetros. Por esa rotonda me gustaba circular a buen ritmo manejando la fuerza centrífuga que producía girar aproximadamente siempre en el mismo radio.
Girar es una manera de entrar en el presente según los famosos derviches y eso es bastante normal en el comportamiento de un niño. Y la atracción por la velocidad y el vértigo creo que también. Esa vez descubrí los efectos devastadores de la fuerza centrífuga. Daba vueltas acelerando cada vez más, lo que, paulatinamente, me obligaba a aumentar el radio de giro. En determinado momento osé levantar la mirada que traía fija sobre la rueda delantera. Vi que el margen de error rondaba el cero. Estaba sobre el borde externo de la rotonda y muy cerca de donde conversaban los jubilados que (no sé por qué lo sé, pero estoy seguro de que fue así) esperaron atónitos el desenlace. El único espacio que encontré disponible para no estrellarme, fue el vano que había entre los que estaban parados en el borde de la rotonda y los que estaban sentados frente a ellos sobre el banco de concreto. Fue una maniobra desesperada y probablemente habría tenido un final feliz si solamente hubiera estado aquel desnivel de veinte centímetros entre la rotonda y el césped. Alcancé a pasar entre los inmóviles jubilados pero el salto en el desnivel me provocó un zigzagueo descontrolado. Seguí dando algún que otro barquinazo y como decía, quizá hubiera recuperado el dominio, pero quedaba aquel fatal talud que había apenas un poco más adelante. Allí la rueda delantera se clavó y giró noventa grados de un golpe, haciendo que mi menuda humanidad fuera despedida y proyectada considerablemente hasta impactar contra uno de los tantos rosales que adornaban la inolvidable plaza.
Hasta que el dolor ocurre, y eso tarda unos tres o cuatro segundos, uno queda a la expectativa de las consecuencias de lo ocurrido. Y hasta tiene tiempo de albergar alguna esperanza de que no haya sido nada. Generalmente no es así y ésta, después de semejante vuelo, no fue una excepción. Apenas sentí los ardores y el batir del sufrimiento comencé a ulular repetidamente hasta romper en llanto.
Después de un buen rato uno de los jubilados acudió para corroborar un poco lo que había sucedido. Me observó detenidamente y creo que trató de darme algún consuelo breve. Después volvió hacia el grupo que miraba.
Por suerte a la bicicleta no le pasó mucho. Es curioso que no se haya doblado la horquilla. Era de gran calidad, algo que mi padre atribuía a su origen italiano. Yo no recuerdo ninguna otra bicicleta tan liviana y con semejante capacidad de aceleración. Es evidente que el diseño y la terminación de “la italianita” eran inmejorables. A mí, a pesar de haber besado el polvo, me incitaba a andar a toda vela y probablemente recién me haya vuelto un poco más prudente después de aquella hermosa noche de verano.
El verano en los barrios tiene algo de acogedor, quizá porque es más fresco que en el centro y por el aroma de los árboles y el pasto. Eso da alegría y así me sentía yo esa noche, lleno de dicha y de ganas. Qué mejor que salir a dar una vuelta en “la italianita”. Como tenía las ruedas flojas yo le insistí a mi padre para que me las inflara a lo que él, (probablemente convencido por mi desenfrenado entusiasmo) accedió a pesar de haber caído la noche.
Nuestra cochera estaba al final de un estrecho acceso que pasaba por uno de los costados de la casa. Apenas mi padre me entregó la bicicleta en la cochera salí lanzado por el entusiasmo hacia la entrada de calle y cuando llegué, giré a la derecha sobre la vereda. Sentí la tentación que significaba tener casi toda la magnitud de la cuadra a mi disposición (mi casa quedaba cerca de una de las esquinas) y le abrí los portones a mi avidez insaciable.
Y así fue. El paso del aire en la oscuridad, la liberación de mi ingenua musculatura y la sensación de deslizamiento volvieron a seducirme. Todo se sostuvo hasta la fatal irrupción en la esquina.
En la esquina vivía Leiboso.
Leiboso era un gordo bonachón de poco hablar y de suerte modesta. Pero hay excepciones y de algún modo fue excepcional que en el momento en que yo ingresaba al territorio de su vereda, él estuviera saliendo en el más completo silencio y en la más cerrada penumbra. Yo no ví nada Y de cualquier manera no hubiera visto nada en ningún caso, con la vista adherida, como llevaba al inmediato suelo delante de la rueda.
Para mí no fue un gran golpe, al quedar amortiguado por el obeso muslo de Leiboso. Para él nunca lo sabré. Evidentemente su gordura lo debe haber ayudado. Si no sería muy difícil explicar su casi inmediata recuperación después de recibir el impacto de un bólido de considerable tamaño en una de sus piernas.
El buen Leiboso, lo recuerdo, en vez de retarme, se abocó al consuelo de mi sostenida letanía.
No tengo mucho más memorias de la italianita pero siempre la vi con admiración. Ella, en cambio, se mostraba distante, como preocupada por otras cuestiones de más importancia que ocuparse de mí. Yo era apenas un niño y aunque ella me correspondía por tamaño, no creo que haya hecho honor a su nacionalidad y me haya sido fiel como dicen de las verdaderas italianas.
Era roja y un poco frívola, demasiado para un sudaca como yo y por eso es que nunca supe donde fue a parar. Pero ojalá esté bien, aunque en estas tierras, sí éstas porque ya estoy de nuevo por aquí, es difícil que haya encontrado algo mejor.
Debo decir que mi relación con las bicicletas no se reduce a una enumeración de pequeñas desgracias. Hubo por supuesto muchas alegrías, alguna tristeza, lo de Birgit, y también acciones un poco reñidas con la ética.
Entre las últimas no puedo soslayar el producto de la tremenda confianza que tenía depositada en mí “el germen”. El germen era un vecino algunos años más chico que vivía en la cuadra. No había sido bendecido por ninguna habilidad física. Era un incapaz y tenía una voluntad y un espíritu de sacrificio infinitos. El germen que solía observar largamente mis evoluciones entre las ramas de los árboles del barrio, decidió que debía ser yo quién le enseñara a andar y sé que me sentí halagado por su elección. Pero también vi que era una oportunidad de intimar con su bicicleta y divertirme a costa de su capacidad para el sacrificio, su valentía sin límite y su inhabilidad natural. También había algo torvo en cierta esperanza mía de que la bicicleta me eligiera a mí, a pesar de no ser su dueño. Pero eso duró poco porque apenas la conocí me dije que eran tal para cual.
Ella era verde agua, modesta y rodado catorce. Se notaba su docilidad y su falta de pretensiones de modo que me di cuenta de que a lo máximo que llegaríamos era a una buena amistad, si yo no me excedía demasiado.
Lo primero que recomendé fue sacarle las rueditas, porque así no se `podía aprender nunca. Le aseguré al germen que podía montar tranquilo, que yo iría al trote detrás de él con mi mano apoyada en la parte inferior del asiento para tantear el equilibrio. Eso y solamente eso lo hice con seriedad. Rayaba el exceso de confianza tocar por detrás a la bicicleta de un amigo y no quise que se sintiera incómoda.
Inesperadamente el método enseguida comenzó a dar resultados positivos y noté que el germen podía sostener el equilibrio durante un buen tramo, de modo que en algún momento lo liberé a su suerte. Se mantuvo sobre la bicicleta todo lo que pudo, el difícil ángulo en que se inclinaba lo hizo acelerar. Resistió hasta que llegó a la curva correspondiente a la esquina. Pasó rozando la columna metálica de alumbrado y ya no hubo más opción para seguir que doblar si no quería ir a parar al medio de la calle, Entonces, haciendo un gesto con los brazos como de una zambullida, se lanzó de la bicicleta. Debe haber imitado lo que veía en las películas cuando los vaqueros saltaban de la diligencia.
El porrazo, felizmente no fue muy fuerte. Cayó a unos dos metros de la columna y a otros dos de la calle. Le pregunté si estaba bien y me dijo que sí, pero había algo en su modo de mirarme que me hizo dudar. Le dije que las caídas eran inevitables y que servían para fortalecer el ánimo, que ya iba a aprender a doblar, que esa sería la última lección que por ahora íbamos a enfrentar. Podría enseñarle a andar marcha atrás, pero era de profesionales y lo dejaríamos para mucho más adelante.
Todo lo que habíamos avanzado en cuanto a sostener el equilibrio en línea recta se vio empañado por la obcecación del germen en lanzarse de la bicicleta cada vez que llegaba a las inmediaciones de una curva y por mi falta de ánimo para volver a tocar el asiento Hubiera querido que esa costumbre durase para siempre. Traté por todos los medios de seguir disfrutando del dramatismo de ese recurso, pero todo entretenimiento termina más temprano que tarde. Alguna vez, por fin, se atrevió a permanecer montado al girar y después de algún que otro porrazo aprendió,
Me llenó de satisfacción y de justificada melancolía porque aquellos lanzamientos del germen iban tocando a su fin. Logré algunos resultados esporádicos obligándolo a maniobras muy arriesgadas pero el germen ya sabía andar y las malas experiencias le habían hecho tomarme el punto y saber hasta dónde obedecerme, por lo que las inolvidables tiradas desaparecieron para no volver.
Quedaron en el recuerdo, como “la italianita” que fue la bicicleta que más me fascinó, aunque nunca llegué a amar tanto como aquella por la que perdí el rumbo, o quién sabe.
Fueron pasando los años en aquél Saladillo que se vuelve difuso y gigante, como casi todo en el universo de un niño hasta llegar al Saladillo de mi adolescencia y hasta éste que veo cada mañana y que es ajeno después de tanto tiempo. Tanto tiempo de andar rodando hasta este retorno. Con suerte, creo.
Después de “la italianita” el hermano de Ezequiel me dio su bicicleta que le quedaba chica. Era verde, un poco raquítica, inexpresiva y rodado veinte. A mí me parecía muy grande pero a Ezequiel que se había estirado prematuramente no le servía, de modo que me la prestaron hasta que creciera. Eso decían, pero ahora me doy cuenta que era una expresión de deseo porque yo era muy musculoso y mi cuerpo tenía la fisonomía de los que van a ser de poca estatura. No creo que a mi madre la convenciera mi tremendo torso, mis piernas arqueadas y el balanceo en el andar. Ezequiel me sacaba una cabeza y a mi madre eso, estoy seguro, la mortificaba un poco. Pero también estoy seguro que se consolaba con mi infinita inteligencia y mis geniales reacciones, que en cambio eran el escándalo de las vecinas de pelo enrulado, cejas delineadas y labios rojos como una cresta de gallo.
A mi padre que siempre fue chapado a la antigua, no le gustaba que anduviera en bicicleta ajena y como casi enseguida yo di el esperado estirón (lamentablemente mis proporciones antropométricas no variaron) me compró una de un rodado apenas más chico que el de la que le habían comprado a Ezequiel.
A decir verdad, el padre de Ezequiel, (ordenado hasta lo maníaco) le había propuesto que compraran juntos para abaratar costos. En la cuadra solía hacer largas arengas respecto del novedoso cliché definido como “economía de abundancia”. Había que tener de sobra y sobre todo había que tener poder financiero. Y su mujer imbuida de esa filosofía, acopiaba mercadería imperecedera como para afrontar una guerra atómica.
A mi viejo le gustaban sus ideas, pero siendo empleado raso de frigorífico le era difícil aplicarlas. Además, en el fondo no le entendía mucho, pero le encantaba que el padre de Ezequiel le prestara tanta atención, como al funesto cura del barrio que nos tenía a todos amenazados con la ira del señor.
Accedí a una bicicleta rodado dieciséis, apenas uno menos que la dieciocho de Ezequiel y alcancé a percibir la alegría fraternal que generaba esa sociedad de cuatro: nuestros padres y nosotros mismos. Pero esas dos bicicletas, especialmente la que se me asignó, nunca fueron amistosas. Y visto desde el tamiz del tiempo me queda un sentimiento de resignación por lo que pudo ser y nunca fue.
Había algo vasto en esas bicicletas, especialmente en la mía por ser menos grande y más concentrada, algo torpe y primario, Algo masculinamente dictatorial. Como de mujer soldado, gorda y nazi. Me viene a la mente aquella sargenta de la película Pascualino Sietebellezas que usaba calzoncillos y obligaba al poco escrupuloso y necesitado Pascualino a calmarla sexualmente.
Las bicicletas no eran alemanas, a lo mejor las habían hecho fabricar por Kotonac que era un herrero del barrio, fino y germanófilo. Gozaba de los favores del padre de Ezequiel y por propiedad transitiva, de los de mi padre también.
Nunca me lo revelaron y habrá sido para que no cayera una sombra de duda en nosotros al conocer su doméstico origen. Pero estas son imaginaciones porque no se nada de cierto a cerca de su origen y aunque alguna vez podría preguntárselo a mi padre, su respuesta sería muy poco confiable, acostumbrado como está a decir que es más o menos lo mismo. Todo más o menos lo mismo. Yo quiero verlo como un síntoma de sabiduría pero cuando hermana su pueblo natal en La Rioja con mis crónicas de Badwimpfen se me hace cuesta arriba. .
Casi no tengo recuerdos alegres con aquella bicicleta. Apenas los primeros esperanzados escarceos de ambos y alguna vuelta crepuscular alrededor de la plaza. Después se suceden algunas imágenes borrosas donde entre brumas suelo verla casi siempre separada de mí, de un rojo subido por la falta de luz y lo que es peor por la falta de juego. Porque una bicicleta, sobre todo en tiempos de la adolescencia, debe asociarse a lo lúdico y al compañerismo, al cómplice de incursiones por la cuadra de los hermanos Valenciano. Esos que en su lugar se convertían en implacables enemigos, y nos atacaban con sus canutos cuando pasábamos a toda máquina. Esos mismos que viraban ciento ochenta grados su comportamiento cuando estaban en nuestra zona. Entonces adquirían un tono melifluo, especialmente conmigo que gozaba del prestigio por mis logros físicos.
Aquella bicicleta tendría sus sentimientos, pero siempre los mantuvo inaccesibles, de modo esa etapa tocó a su fin una tarde que por la sensación de frío y desasosiego debe haber sido en abril. Estaba oscureciendo y decidimos dejar nuestras bicicletas para jugar a la escondida. Quedaron apoyadas contra la plataforma del mástil de la plaza y nos abocamos al juego que a veces resultaba bastante peligroso. Porque todos queríamos salvarnos de contar y a veces la procura de la pica producía carreras a máxima velocidad que podían terminar en un choque entre los jugadores o contra alguno de los bancos de concreto.
Recuerdo o creo que recuerdo, que se fueron retirando los más chicos y que iban a recoger sus bicicletas. Yo seguí jugando hasta que ya no quedábamos más que tres. Vaya a saber por qué insistíamos en un juego que comenzaba a ser tan triste. La única bicicleta que faltaba recoger era la mía y yo la observaba con aprehensión mientras permanecía al acecho en mis escondites. En algún momento me di cuenta que ella no quería que yo fuera a buscarla y en verdad yo tampoco tenía la presencia de ánimo. Ese es el último recuerdo que tengo de ella, quieta e inclinada contra la plataforma blanca, reverberando un poco con la luz que se iba. Así obtuvo su libertad la bicicleta abandonada. No sé bien porque lo aclaro, siento que alguna vez me hicieron la pregunta.
Yo llegué a casa y logré soslayar el hecho por apenas esa noche. Después no pude ocultarlo más y se lo conté a mi padre que curiosamente no me retó, o por lo menos no recuerdo que lo haya hecho cuando le dije que la había dejado porque no me quería. Cruzamos hasta la plaza, antes de que yo fuera a tomar el colectivo para ir a la escuela y por supuesto solo hallamos el vano que dejó aquella bicicleta oscura.
En Europa mi relación con las bicicletas quedó un poco entre las sombras porque durante un largo tiempo no tuve ninguna. Es que cambiaba de lugar bastante seguido en mi afán de ver mundo y de ganar algún dinero. Evidentemente no era mi destino quedarme allá, si no, no hubiera vuelto al Saladillo después de estos diez años de rodar. Muchas veces me consolaba pensando que los trenes tenían algo de bicicleta. Para mí, las máquinas, (yo me doy cuenta de que me imaginaba las máquinas viejas) tenían expuesto el mecanismo que transforma el movimiento rectilíneo en circular y se podía ver el trabajo del sistema biela manivela sobre las ruedas. Era muy parecido al trabajo del muslo y la pierna sobre el pedal, siendo la rodilla, claro, el nexo entre la biela y la manivela.
Sé que es una estupidez, pero a veces solía imaginarme a algún ser humano, o algo así, encima de la máquina y pedaleando sobre las ruedas, aunque siempre se rompe el encanto al ser conciente de la velocidad a la que tendrían que ir esas piernas para impulsar la máquina a ciento cincuenta quilómetros por hora. Habría que atarle las piernas a los pedales. Sería una brutalidad.
Ámsterdam fue diferente. En Ámsterdam volvieron las bicicletas. Más que volver diría que irrumpieron porque, si bien había visto algunas en diferentes lugares, nunca en esa cantidad. Ámsterdam era, no sé cómo estará ahora, aunque me parece que en Viena Birgit me dijo que había menos, una ciudad llena de bicicletas. Había multitud de bicicletas, una buena cantidad debajo de personas y otras diseminadas por las calles. Y también abandonadas, cuando tenían una rotura o un desperfecto. Al principio esa situación me agradaba porque para mí Ámsterdam era la ciudad de las bicicletas más que de Rembrandt o las putas. Pero después eso de dejarlas en cualquier lado me empezó a indignar. Quizá era una oscura operación de mi subconsciente debido al registro de aquello que hice con la bicicleta otoñal. No lo sé, pero esa desidia de los distantes holandeses me empezó a parecer desagradable. Y cada vez que encontraba una bicicleta con algún pequeño desperfecto sentía o creía sentir que me reclamaba. Al principio lo hice con el mayor de los sigilos, y controlando ávidamente a mi alrededor por si alguien me observaba, pero después arrasé con todas las que pude. No sé qué pensaría mi mamá de esto si lo supiera, pero es probable que querría compararme con Robin Hood.
Trataba de conformarme llevándome cuanta bicicleta tuviera un desperfecto menor, con la esperanza de escarmentar al dueño si volvía a buscarla. Quería que aprendiese a tener más cuidado con alguien que en la máxima humildad se coloca debajo y lo transporta a donde sea, sin condiciones ni reclamos. Y apenas si sufre alguna fortuita rotura que siempre se arregla con dos pesos.
No me sentía como Robin Hood. Había algo en mi (sé que la diferencia es mucha pero igual) que quería compararse con la madre Teresa, que por aquellos tiempos me parece que aún vivía y según me dijeron juntaba enfermos, hambrientos y algún que otro muerto por las calles de Calcuta.
El problema era dónde ponerlas. Yo las seguí sujetando al mismo árbol de uno de los grandes parterres de mi barrio con una larga cadena y un candado. El árbol, era como un jacarandá, creo, o a lo mejor un tala (aunque no sé cuál es el nombre en Holanda) empezó a coronarse de una maraña de bicicletas averiadas. Curiosamente nadie hacía nada al respeto. Hay en Ámsterdam y en general en el norte de Europa un gran respeto por las obras de arte y dentro de esa clasificación debe haber entrado lo que yo estaba haciendo, con un objetivo muy diferente, por cierto.
Más de una vez, y sobre todo los domingos en los que solía agolparse gente a observar detenidamente la circular población de bicicletas enredadas, recibí una respetuosa y aprobadora inclinación de cabeza por parte de algún admirador. Debo decir a esta altura que recibir la aprobación del público produce una gran satisfacción y el momento más emocionante de aquel feliz período en Ámsterdam fue el caluroso aplauso que recibí una tarde al llegar con una nueva y herida bicicleta negra para integrarla a mi obra.
Habrán sido dos o tres meses de hurtar bicicletas y llevarlas al barrio, pero como en toda ciudad ordenada ocurrió lo que debía ocurrir. Una mañana de domingo cuando iba para ver cómo estaba la cosa, desde lejos noté una aglomeración de gente alrededor del árbol y estacionado muy cerca un automóvil de la policía. Cuando llegué me rodearon varios vecinos y trataron de explicarme qué sucedía. Del holandés aprendí muy poco pero por suerte, y como casi siempre, había una hermosa chica que hablaba español. Ella me dijo que según la policía debía parar con mi obra y que debía retirarla del lugar porque entorpecía el tránsito y porque no era un lugar privado. Algunos vecinos indignados defendían la obra y según me traducía la chica le decían a los policías que los Países Bajos no eran territorio nazi (cuando dijo la palabra nazi, recuerdo que me acordé de la bicicleta otoñal). Era bastante gente, y la policía no sabía a qué atenerse. Yo, a decir verdad, ya empezaba a cansarme de lo que estaba haciendo y además no tenía la menor idea de cómo continuar. Le hice decir a la chica que mis obras eran móviles y provisorias, como la vida misma, que el mensaje ya estaba dado, que la gente lo había entendido perfectamente (recuerdo que algunos miraban con fijeza) y que era hora de empezar con otra cosa. Pedí que me dieran una semana para retirar mi “testimonio” del sitio.
Aquella fue una de las pocas veces que tuve alrededor gente trabajando y divirtiéndose. Dominique, que hablaba el español y que era de Marsella era una de las más entusiastas y cada vez que trabajábamos bajo el paraíso nos entretenía haciendo sonar flamencos en su equipito de audio.
Yo me había dado cuenta que lo que había que hacer era desarmar las bicicletas y armar cuantas se pudieran con las partes que estaban en buenas condiciones y todo el mundo estuvo de acuerdo. Digno de él, hubiera dicho mi madre asintiendo satisfecha y soslayando las ecuaciones que me llevaron a Ámsterdam y al lado del tala.
Aunque parezca mentira reconstruimos más de la mitad. Cada uno de los que nos dedicamos a desarmar y armar bicicletas debía llevarse una y darle un destino seguro y solidario obsequiándola a personas e instituciones que le parecieran indicadas. Fue justo en una semana.
Las secciones dañadas que quedaron sin usar fueron enterradas en el jardín de la casita de Dominique después de un ritual íntimo (estaban los más allegados) tierno y esotérico.
Me di cuenta que más de uno quería que yo indicara el paso a seguir y adelantándome no tuve mejor idea que repetir “caminante no hay caminos, se hace camino al andar, caminante no hay caminos sino estelas en la mar”. Me parece que a los holandeses no les gustó mucho y eso que según estudié han sido grandes navegantes.
En esa casita pasé una linda temporada en compañía de Dominique pero después me pidió que me fuera, que estaba un poco cansada y que mejor me dedicara a alguna otra obra de arte.
Como yo no tenía la menor idea de qué obra arte emprender me di cuenta de que era hora de irme, lo que me costó un gran dolor porque Dominique me gustaba y no me molestaban los amigos que solía llevar a su casa.
Dominique fue para mí igual que Ámsterdam, una mezcla de calidez y distancia, una estrechez sin lazos, una grandeza minimalista y modesta, un buen lugar para fumar marihuana y acceder a múltiples prácticas sexuales y sobre todo una historia de bicicletas.
París no. O por lo menos nada muy especial porque no hay recuerdos especiales en relación a ellas. Solamente me viene a la memoria la aparición de esos triciclos a pedal y carrozados que se empezaron a ver ejerciendo la función de taxis ecológicos y ridículos. Una reminiscencia de La India, pero extrapolada a los barrios más elegantes y transitados de la ciudad. No había muchos, de tanto en tanto se veían pasando displicentemente por alguna de las avenidas que bordean el Sena. Yo le encontraba algo antipático, algo alejado de la gente, de la sencillez, de la modestia natural de las bicicletas. Para mí era como si a esos triciclos obesos los condujeran estudiantes mantenidos de la provincia, con más ganas de hacerse ver que de estudiar. Como el hermano más chico de Ezequiel que cuando lo veía estudiando a Ezequiel, no podía con el cargo de conciencia de su falta de voluntad y después de observarlo en silencio (yo lo había visto en más de una oportunidad) se iba Así nomás: se iba. Porque no sabía dónde. Fue largos años un vago, al final hizo fortuna casándose con la hija de Aíta que curiosamente era el dueño de la bicicletería más grande del Saladillo.
Los dos años que pasé en París haciendo un poco de todo me mantuvieron más bien alejado de las bicicletas y próximo a la delincuencia, hasta que la encontré a Birgit.
En ese período estaba trabajando para un argentino que tenía una página web para encuentros de parejas swinger y si bien cobraba por el servicio, la renta mayor la sacaba de la venta de marihuana y éxtasis para algunas de las fiestas que se organizaban. Había tres o cuatro todos los días y yo era el encargado de llevarle los porros hechos o las pastillas.
Cuando Birgit me preguntó qué hacía en Paris, después de mucho tiempo de conocernos le dije que era como un diseñador de páginas web, una cosa más o menos así.
La encontré un atardecer en las orillas del Sena cerca de uno de los “quai” donde la gente se junta a hacer break-dance o a bailar salsa o tango. Birgit estaba sentada al lado mío y mirábamos a cada uno de los que pasaban al centro para hacer sus piruetas. Después que un negro hubo terminado se produjo un vacío porque nadie iba al medio. Entonces ella me empujó para que yo pasara y me puso al borde del sincope. Me rehusé como pude y entonces pasó ella.
Es verdad que Birgit tiene mucho de andrógino en su larga figura de pocas curvas, en su rostro enjuto y en su corto pelo crespo, (llegué a dudar de que fuera mujer) pero jamás me hubiera imaginado semejante fiereza para el break-dance. Era energía pura para marcar los quiebres y para elevar todo el cuerpo con sus palmas sobre el suelo.
Se levantaban exclamaciones cada vez que se sometía a un vórtice que orillaba el descontrol o se ponía a trabajar con el tronco y los brazos como si fuera un muñeco con articulaciones metálicas.
Yo aplaudí entusiasmado durante todo el show. Cuando terminó dejé escapar un grito de excitación. Birgit vino a sentarse a mi lado y yo la invité a cenar.
Esa fue una de las pocas cenas en una brasserie que tuve en Paris y una de las últimas noches en esa ciudad que me dejó la sensación de no haberla conocido y de que nunca la iba a conocer. Decidí irme a Viena, de donde era Birgit, por unos días para ver. Ya tenía metido el cansancio de diez años girando por Europa.
Cuando la vi llegar al restaurante que había reservado ella para nuestro primer encuentro en Viena en una esquina escondida del centro y detrás de una iglesia, me pareció una mujer hermosa. La combinación de la bicicleta negra, sobria y silenciosa y el vestido de color verde claro del que se asomaban sus larguísimas piernas y sus pies casi desnudos que calzaban unas sandalias con correas como las griegas, me gustaron mucho.
Es difícil que la sensación del encuentro tenga una apreciación intermedia. O nos gusta mucho o no nos gusta nada y a pesar de que queda el tiempo restante para menguar esos extremos, la primera impresión es bastante definitoria, igual que las primeras dos o tres jugadas en un picado de fútbol. El equipo que toma la iniciativa establece una relación de dominio y comienza con ventaja. En el fútbol yo tenía iniciativa, pero mi tremenda desprolijidad para jugar no lo convertía en uno de mis fuertes. Lo mío era treparse a los árboles, las lucha cuerpo a cuerpo donde se competía sin ira, de un modo implacable hasta obligar al otro al vejamen de la rendición incondicional, y las maratones en las que no se me conocía rival. El único que me tenía paciencia para el fútbol era Ezequiel al que recuerdo como un jugador de tremenda patada, hábil y de muy poco criterio.
Cualquiera hubiera sido el criterio, Birgit se vería hermosa, pero es evidente que su belleza estaba realzada por la compañía de la inquietante bicicleta negra.
Cenamos bajo la noche amable de esa esquina. No recuerdo nada de lo que hablamos. Creo que yo tenía la mente escindida entre Birgit y la bicicleta que parecía observarme apoyada en la pared. De cualquier modo fue una cena muy agradable y me salió carísimo. Tal vez haya valido la pena, el tiempo dirá.
Después de cenar caminamos hasta el Burggarten a tomar un trago. Yo me hice cargo de la bicicleta. No solo era una actitud caballeresca de parte mía sino también algo incontenible. Yo debía llevarla, poner mis dos palmas sobre los mangos del manubrio y sentir el zumbido apagado de las bolitas de los rulemanes y verla deslizarse tan dócil en el sentido en que yo caminaba.
A Birgit le gustaba y me iba mostrando distintos edificios y su historia o su función. Yo le pregunté para qué entrenaban los caballos españoles y por qué eran españoles. Me dijo que no tenía la menor idea de por qué eran españoles y que los entrenaban para eso. Para tenerlos entrenados y para que la gente los fuese a ver. Algo meramente turístico y utilitarista, aunque me aclaró que cierta vez hubo un incendio en un pabellón y los caballos en riesgo movilizaron a la compasión de gran parte de la ciudad hasta que se pudo ponerlos fuera de peligro.
En el Burggarten pedimos una cerveza y me desorientó el hecho de que Birgit parecía tomar distancia. Después la acompañé hasta su casa.
Nunca habíamos tenido sexo porque ella me dijo que ya no estaba para flirteos y porque a mí me daba un poco de miedo. Pero esa noche me invitó a entrar. Los dos habíamos tomado bastante y después de algunos besos extraños (la bicicleta estaba con nosotros y para mí que controlaba) nos quedamos en silencio. Me preguntó qué me apetecía y yo le dije que me gustaría verla bailar break-dance. Puso música y empezó a moverse con la misma eficacia de París, a un ritmo más sosegado y sugerente. Eso rompió el hielo y yo me puse a festejar cuanto movimiento me gustara (eran todos) hasta que terminó el largo tema.
Entonces se detuvo y con una sonrisa que nunca le había visto dijo que ahora me tocaba a mí.
Por qué no, pensé y decidí irrumpir en el break-dance como en la esquina del gordo Leiboso.
Me paré delante del sillón y dejé que me llevara la excitante cadencia de la música. No sé cuánto tiempo pasó, pero creo que casi inmediatamente Birgit comenzó a revolverse en el sillón sin poder contenerse entre las expresiones de asombro y las carcajadas.
Daba revolcones en el sillón mientras yo me movía como un enajenado al compás de esa percusión irresistible. Sentía que eso estaba hecho para mí, como tantas otras cosas y disfruté ese baile mientras duraba la posesión. Porque yo estaba poseído por el del show, por el bailarín que hacía el trabajo con toda seriedad. Era la misma circunspección con que me introducía al pozo para las sesiones de resistencia al humo.
Cuando el bailarín dio por terminado su show, me senté al lado de Birgit a la espera de su opinión. Y realmente fue una espera porque seguía revolcándose sin parar. A veces parecía que se le estaba pasando pero de golpe le volvía un espasmo y se echaba con toda su fuerza contra el sillón en medio de la carcajada. Por fin pareció calmarse un poco y me pudo decir, entre las replicaciones de sus espasmos, que era único, que había hecho cualquier cosa (y aquí tuve que esperar que la abandonara otra carcajada) pero que tenía un estilo increíble donde lo que manejaba mejor era la expresión de mi rostro durante el trance.
Lo tomé lo mejor que pude. Fue también un “déjá vu” porque más de una vez generé algo por el estilo entre mis amigos del barrio cuando me abocaba a alguna actividad física que implicara cierta pericia como hachar o jugar a las cabezas.
Esa noche hicimos el amor por primera vez con Birgit, yo diría que sin pena ni gloria, pero muy bien. Cuando me fui de su casa (yo vivía en un dormitorio que le rentaba a una búlgara, impresentable para Birgit, me refiero al dormitorio, aunque la búlgara también era impresentable porque se lo pasaba escupiendo a diestra y siniestra) sentí que la bicicleta me observaba apoyada en la pared. No pude saber si aprobaba lo sucedido o no. Quise darle alguna explicación, solo me atreví a saludarla con mucha delicadeza. Y noté algo en ella, algo parecido a la mirada de una niña cuando uno está comiéndose algún chocolate.
La noche siguiente volvimos al Burggarten y tomamos una botella de vino blanco, En realidad se la tomó casi toda Birgit. Enseguida empezó a decir que estaba bastante borracha, pero eso no le impidió seguir hasta terminarla. Estando borracha su personalidad cambiaba mucho y era cuando menos me gustaba porque no entendía en absoluto qué le pasaba. Yo parecía no interesarle más y no me quedaba más que tranquilizarme contemplando la bicicleta.
Esa noche dijo que no se podía ir pedaleando porque no estaba en condiciones y decidió dejarla amarrada a una reja detrás de unos contenedores de basura. Yo le dije que no lo hiciera, que cómo la iba a dejar sola, que se la podían robar. Ella me dijo que ya lo había hecho, que una vez la había dejado tres días en el mismo lugar. Yo le pregunté si a ella le gustaría que la dejen atada a una reja tres días, y le aclaré que la bicicleta era igual que cualquier ser humano, que no, que era mejor que los seres humanos y se armó un lío bárbaro. Al final después de gritarnos un buen rato, acepté de mala gana con la condición de que nos encontráramos ahí mismo el mediodía siguiente.
Cuando volvimos estaba allí, por suerte, pero yo me dije que esto no iba a pasar nunca más y de algún modo se lo hice saber a la bicicleta.
Desde ese día algo cambio. Ya no sentía a Birgit y la bicicleta como una unidad, sino como dos seres que llegan juntos pero que no están juntos y comencé a sentirme más cerca de la bicicleta que de Birgit
Salíamos regularmente y nos encontrábamos en diferentes estaciones del “U-Bahn”, Apenas llegaban, Birgit dejaba que me hiciera cargo de la bicicleta y yo la seguía a algún bar que le gustase. A mí me encantaba verlas llegar a las dos, a Birgit con su porte hierático y elegante y a la bicicleta negra con los dos canastitos, uno adelante y otro atrás, tan coquetos. Pero mi cariño se inclinaba hacia la bicicleta a la que yo sin querer le sonreía ampliamente. A decir verdad, ya nos teníamos una gran confianza.
El tiempo lo va a solucionar me decía mi madre. Nunca solucionó nada y menos el desgaste que empezó a sufrir mi relación con Birgit. No se repitieron las sesiones de break-dance ni las lindas cenas (yo ya no tenía ni un cobre). Estaba seguro que me quería volver al barrio de mis recuerdos. Lo único que me retenía y que no me cansaba en absoluto era llevar la bicicleta de Birgit. Era como si algo estuviese pendiente, como que aguardásemos la consumación de algo que ninguno de los dos sabíamos bien. Hasta que ese viernes por la tarde pasó lo que tenía que pasar.
Íbamos caminando por Mariahilferstrasse en silencio. Me vino a la memoria una mañana de Barcelona (habré tenido veinte años) en que también caminábamos Miguelín, un catalán al que lo único que le importaba eran las mujeres y el coñac, dos chicas de Zaragoza que estaban de visita y yo. Habíamos pasado media mañana los cuatro juntos y yo ya no daba más. No las soportaba más (estaba tan indignado como mi compañero Fernández Almeida en la cocina del Can Joseph de Cadaqués en el trance de oler mejillones podridos).
El disgusto ya era desesperación y se lo venía haciendo saber a Miguelín de las maneras más diversas: levantando y bajando frenéticamente las cejas y ladeando los ojos, tomándome la nariz entre el pulgar y el índice y haciendo oscilar el meñique en señal de retirarse, abriendo desmesuradamente los ojos fijos sobre Miguelín o señalándome el pecho disimuladamente y después con la misma mano mostrando la dirección de un camino recto e imaginario. Yo diría que en ese momento sentía la misma necesidad física de retirarme a reposar que cuando gané aquel campeonato mundial en el pozo
Miguelín no acusaba recibo y seguía trabajando sobre las chicas de Zaragoza. En determinado momento le dije que yo iba a salir corriendo, que si él quería que también saliera corriendo conmigo. Me miró un poco azorado por lo que le repetí que yo iba a salir corriendo, que él hiciera lo que le pareciese. Y le acoté que saldría ya. Y ya había movilizado la férrea musculatura de mis piernas cortas que me respondieron igual que en las carreras de la plaza Las Heras.
Cuando me alejé unos cien metros, en alrededor de diez segundos, me di vuelta para ver qué hacía Miguelín.
Venía por la mitad de la cuadra. Traía los ojos muy abiertos, corría en línea recta hacia mí y se lo veía decidido. Seguimos un par de calles más hasta perder para siempre a las de Zaragoza.
Yo venía recordando eso y a Miguelín que se quedó trabajando de albañil en Puebla de Sanabria mientras caminaba por Marihilferstrasse. Entonces me di cuenta de un golpe qué era lo que había estado esperando. Lo que habíamos estado esperando durante casi todo ese tiempo de Viena.
Y lo hice.
Monté por primera vez en mi vida la bicicleta negra y salí disparado a toda velocidad. hacia adelante. La escuché a Birgit llamándome tres cuatro veces, doblé en alguna calle y la perdí de vista. Seguí a toda velocidad por un largo rato en la inseguridad de lo que estaba haciendo. Pero después comenzamos a andar más tranquilamente y nos dimos cuenta de que habíamos hecho bien.
Casi no tuvimos tiempo de disfrutar del paseo porque teníamos decidido dejar Viena esa misma tarde.
El problema se suscitó con la búlgara que, al enterarse, empezó a maldecir y a escupir sin parar. Para colmo la música de los Balcanes a todo volumen no ayudaba al diálogo amigable. En algún momento temí sinceramente que me escupiera a mí, pero gracias a Dios no lo hizo.
Por fin, después de que bajara un poco el volumen de los violines y las panderetas, y de que le hablara de mi madre enferma que esperaba a su único hijo al que hacía mucho que no veía (mi madre se quejó toda la vida de enfermedades incurables y literarias. Nunca tuvo absolutamente nada) se dejó convencer.
Para indemnizarla por mi partida abrupta me pidió que le dejara la bicicleta. Le dije que era imposible, que no era mía y pude transar dándole la mejor campera que tenía y la afeitadora eléctrica que a decir verdad, y mirándole las piernas y las axilas, le hacía buena falta.
El tren nos llevó primero a Venecia donde nos quedamos un día para que ella conociera esa ciudad tan hermosa. Recorrimos todo lo que pudimos y a la noche nos detuvimos en el Rialto para ver el canal y la luna, pero había una niebla bárbara y hacía bastante frío por lo que nos fuimos enseguida.
Después seguimos a Roma. En Roma paré en uno de los hoteles baratos de Termini y tuve algún que otro problema con el dueño por subir la bicicleta a mi cuarto. Dejarla abajo era una locura porque era seguro que me la robarían. En Roma habremos estado unos tres días, pero no la disfrutamos tanto por el calor, el tránsito tan caótico y porque los italianos gritan como animales, salvo cuando nos detuvimos en el Vaticano por fuera de la gran explanada justo cuando el Papa hacía una de sus salidas. Era un lugar de paz.
Al Papa se lo veía por una gran pantalla gigante con la cabeza rígidamente ladeada y mostrando un rictus de gran sufrimiento. Quizá fuera por la tremenda cantidad de pecados que había tenido que perdonar a través de su vida, o por llevar el sufrimiento del mundo sobre sus hombros. Quizá por la artrosis que se suele agravar en la gente grande.
Después concluí que a lo mejor era por todos los pecados que habría que perdonarle a él, con semejante trabajo.
Después de la salida del Papa nos volvimos. Vaya a saber por qué pero me acuerdo bien de esa vuelta. Sentíamos una lerda nostalgia, casi tristeza, que se reflejaba en el silencio y en mi pedalear cansino. Sabíamos que algo se terminaba, que una parte de nuestra historia tocaba a su fin.
Esa misma tarde me dediqué a preparar la bicicleta para el viaje a Argentina. Yo estaba muy angustiado después de tantos años y de haber hecho lo que había hecho. Pero no sentía arrepentimiento, si no más bien esa sensación de miedo de que la posible felicidad que nos espera se desbarate. Pero la bicicleta me ayudó con su balsámica actitud.
Sé que no es muy de hombres, pero me es imposible no describirlo. Me refiero a la entrega de la bicicleta, a su delicado pudor cuando comencé a desarmarla para el embalaje. Todas las roscas cedían con suavidad y ella se dejaba hacer en la más dulce disposición. No hubo ningún reclamo cuando quité cada una de sus ruedas dejando el chasis con su caño oblicuo para las polleras de las mujeres completamente desnudo Y mucho menos cuando comencé a envolverla e inmovilizarla con la cinta de embalar. Tampoco cuando la despaché en la oficina de objetos frágiles y la abandoné a la responsabilidad de la mujer de color que estaba encargada de esa sección. Esa mujer me dio un poco de tranquilidad. Si bien no se mostró del todo comprensiva, su eficiencia y su certeza en los recaudos que tomaba me dejaron tranquilo. Era una negra grande y sagaz. No sé si se habrá dado cuenta que se me escaparon un par de lágrimas al ver cuando se la llevaba hacia el cuarto contiguo. Supongo que sí, pero en todo caso, no acusó recibo, entrenada como estaría para esos trances.
Lo demás ocurrió con normalidad. Comprender el propio país después de tantos años es algo que lleva tiempo. Es difícil re aclimatarse y los planteos son frecuentes
No tengo mucho que hacer y cada mañana salgo a pasear por la plaza. Miro detenidamente y si bien confirmo los lugares de cada cosa, me parece un poco artificial. Los rosales están allí, los ligustros disciplinados también y los bancos y el mástil donde ronda para siempre el espectro de aquella bicicleta crepuscular, pero son diferentes. Son de estos tiempos donde todo es diferente. Poco o nada quedó de lo que fue Ezequiel que ahora vive en pleno centro y tiene mucha reputación en su profesión de prestamista y de los Valenciano que están más viejos y mugrientos trabajando en el taller del padre y de mí mismo salvo el andar, que según dicen todos, no perdí al igual que mis poderosas pantorrillas. En fin, como dice el dicho “lo pasado pisado” y me acuerdo de mi frase cuando en Ámsterdam me pedían alguna reflexión a cerca de mi arte.
Mi madre vive en la cuadra y está contenta. Habla maravillas de mis éxitos intelectuales en Europa. No de los otros. Habla de la famosa bailarina de danza contemporánea que se vino a vivir conmigo, de su fama en Austria.
Porque hace dos meses llegó Birgit que supo cómo encontrarme o cómo encontrarnos. Y la verdad es que su aparición me tomó de sorpresa, pero no me produjo ningún temor. Estoy contento de que haya venido. Anoche salimos y se había delineado las cejas con sombra y pintado los finos labios de un rojo subido, casi igual que las vecinas, pero tiene un cuerpo deslumbrante y más aquí que todas son menos altas y menos longilíneas.
Conmigo está todo bien. No sé cómo estará la relación entre ella y la bicicleta. Al principio me pareció un poco fría, pero algo debe haber cambiado porque ayer o anteayer las vi salir juntas a dar una vuelta.