Apenas un día – La Revista del Siglo

Da gusto caminar ahora junto al Yamuna, con el clima tan agradable, tan de primavera. Pensar que en la temporada de los monzones todo debe estar inundado. Es lindo caminar bajo la luz tan diáfana y la sonrisa sostenida de los transeúntes. De esta gente que parece no perder el asombro nunca, que tiene tiempo de detenerse para mirar, para mirarnos como si fuésemos una atracción. Y sonreír tanto.

¿Por qué en la India se sonríe tanto?

Le comento eso a Damián y él también sonríe. Es verdad me dice. Los hindúes son insobornables.

Es buena la compañía del río que corre tranquilo como la mañana, después del Jama Mashid.

Cuánta gente se apiñaba a los pies del Jama Mashid.

Mucha gente y me pareció extraño ver una mezquita tan grande en Delhi. Delhi que es como decir la India, con su tradición de dioses sensuales, de yoghis y de sonrisa mística. Pero allí está el Jama Mashid, grande y circunvolado por las bandadas de cuervos que aterrizan al acaso. Circunvolado por los cuervos y circunvalado por esa multitud que vende, que viene y va, que mira y que mendiga.

Siempre hay gente que mendiga. Hay que acostumbrarse. No es fácil. Pero lo más duro es ver a los mutilados. Es imposible acostumbrarse a los mutilados Haber visto ese cuerpo en la explanada, echado al sol como si lo hubieran abandonado. Ese cuerpo sin piernas ni brazos, echado al sol. Ese cuerpo que se reconocía humano, apenas por el rostro y los ojos que apenas podían mirar en una dirección. Terrible imaginarse que pasará allí, dentro de ese cuerpo que debe tener un alma.

¿Por qué en India se ven esas mutilaciones?

Los hindúes son insobornables, me dice Damián mientras caminamos cerca del agua mansa después del Jama Mashid.

No le entiendo del todo pero me gusta y me parece saber a dónde va. También me dice que no tenemos que olvidarnos de comprar los cigarrillitos.

―Sí, cuando veamos un vendedor le compramos cien paquetes para regalar, total son muy baratos

―Baratísimos, me dice, ¿vamos al mausoleo de Gandhi?

No hay mucho para ver en el mausoleo de Gandhi pero es agradable y sencillo. El verde plateado de las plantas del parquecito que piden una lluvia, la luz llena de la mañana, el río que corrió con sus cenizas y la placa donde están los siete pecados sociales: política sin principios, riqueza sin trabajo, placer sin conciencia … e imagino a Gandhi flaco y chiquito haciendo girar la rueca. O simplemente mirando, con esos ojos tranquilos.

―Qué hombre, dice Damián.

―Sí, un tipo muy grande. Grande como otros. Aquí parece haber muchos. Pensá en Buda. Aunque es más difícil imaginárselo a Buda como a un tipo. Es más una imagen, un símbolo. Sonríe Buda, ¿viste?

―O también Krishnamurti, me dice Damián. Yo leí un par de libros de él. Enseña mucho a cerca de la conciencia, de darse cuenta.

―Sí, hay muchos.

¿Por qué habrá tantos sabios en la India?

―Vamos caminando al centro a ver si compramos los cigarrillitos, le digo.

―Vamos.

Cruzamos la avenida que no está muy bien cuidada y nos acercamos a esa serie de edificios tan viejos y descascarados. Esos edificios a los que empezamos a acostumbrarnos.

Hay un portal con dos Ganesh rampantes por columnas, que entrelazan sus trompas arriba. A Damián le gusta Ganesh. A mí, no sé. Eso de tener cuerpo de hombre y cabeza de elefante. Reconozco que no es doloroso como el caso del minotauro, pero realmente no sé. Aunque Ganesh parece que sonríe.

Entramos por el pórtico y nos encontramos con un espacio abierto en mitad de la manzana. Una feria sobre la tierra despareja en donde se vende de todo. Hay cabras, sandías y frutas. Hay pollos y hay zapatos y chancletas. Hay electrodomésticos de todos los modelos, alguno funcionará…. Y hay un hombre que vende los cigarrillitos.

Los cigarrillitos vienen de a unos treinta, en paquetes cónicos, porque ellos mismos son cónicos. Una hojita de tabaco arrollada sobre sí misma y atada por un hilito de costurera en la parte más delgada que se lleva a la boca. Los fuma la gente humilde. Los rickshawmen, los vendedores ambulantes, y hasta los mendigos. Valen muy poco, casi nada, y son bastante agradables, por lo menos para nosotros que no somos muy fumadores. Queremos comprar unos cien paquetes para fumar y para regalar cuando volvamos, porque no pesan nada y ocupan muy poco lugar.

Queremos comprar cien, todos juntos para obtener un buen precio. ¿Quién le va a comprar cien paquetes, todos juntos, a un vendedor de cigarrillitos?

Allí está el hombre, casi en harapos, sentado sobre una bolsa de arpillera con las piernas desnudas.

―Vamos, le digo a Damián

―Vamos.

―Disculpe señor. ¿Cuánto vale el paquete de cigarrillos?, pregunto.

―Tres piastras

―Ah bien, pero nosotros queremos comprar cien paquetes.

―Cien paquetes.

―Sí, cien paquetes, ¿cuánto nos costarían cien paquetes?

―Cien paquetes trescientas veinte piastras.

―¿Cómo?

―Trescientas veinte piastras.

―Perdón, jefe, no le entiendo, si un paquete cuesta tres piastras.

―Eso es, un paquete tres piastras.

―Entonces ¿a cuánto nos deja los cien paquetes?

―A trescientas veinte piastras.

―Pero no puede ser, jefe.

―¿Por qué?

―Porque, si un paquete cuesta tres piastras, entonces, cien paquetes deberían costar trescientas piastras o menos, porque los compramos todos juntos.

―Un paquete aquí cuesta tres piastras. Cien cuestan trescientos veinte como mínimo. Yo amo mi trabajo. Mi trabajo es mi día: En mi día está toda mi vida. ¿Qué haría yo el resto del día si le vendiera a usted cien paquetes, casi todos los que tengo? Por favor cómpreme menos.

Damián me mira y sonríe. Yo también.

―Por favor deme dos paquetes… Gracias. ¿Cuánto es?

―Seis piastras.

 

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