En todo pueblo hace falta un bazar, habían pensado los abuelos egipcios de Etemah y en éste de yugoeslavos -que parecen no tener condiciones para el comercio- les fue muy bien.
Su papá siguió con el bazar que ahora atiende su hermana: Saira. Ella sigue siendo hermosa y parece inmunizada a lo que suele suceder con las chicas en el pueblo: aburrirse y engordar bastante.
Saira no se oculta detrás de un velo de seda, lo hace detrás de un velo de movimientos pausados y de silencio. Cómo no envidiarla. Se peina el largo pelo negro con una raya al medio y lo recoge a los costados después de dejarlo caer en dos ondas amplias y sueltas. Nadie sabe cuán largo lleva el pelo.
Etemah me saludaba con un tono alegre y se detenía en mi nombre -a veces sólo en la primera sílaba- después de preguntarme cómo estaba.
Mi relación con Etemah duró unos cuatro años. Nos encontrábamos una vez por semana, siempre en mi casa y para cenar. Nos íbamos a dormir temprano. Yo aprovechaba de la suavidad y la lentitud curva con que hacía el amor, paraba cuando yo llegaba a la cima y atendía inmóvil a las contracciones que me asaltaban. Él era silencioso como un espía.
A mí, casi nadie se atrevía a preguntarme nada, salvo alguna vez el Chelo que había sido compañero y amigo en la escuela. Recuerdo, sí, y me da risa, una conversación que escuché en el corralón de Gómez. Hablaban el viejo y la señora.
-Dejá de inventar, ese muchacho no tiene novia.
-Te digo que sí, la visita a la kinesióloga.
-No puede ser, estás diciendo cualquier cosa, escuchaste mal. ¿Hablás del Etemah?
-Sí, del turco.
-No puede ser. Además, con la kinesióloga que está medio loca, imposible -aseguró la vieja.
Me acerqué y les dije, con mi mejor sonrisa, que yo era la kinesióloga de la que hablaban.
-Te dije que dejaras de hablar. No ves que siempre metés la pata -le dijo la vieja a Gómez.
Etemah sufrió cuando nos separamos. “Las mujeres son mejores que los hombres” repetía. Me lo repetía a mí. Me hacía sonreír. No tenía a nadie que pudiera escucharlo, salvo yo, y antes de irse me lo contó. Sentí dolor y me quedé muda. Todo empezó cuando el Herto se separó de la gorda. El Herto se compró una máquina fumigadora y hacía labores en la chacrita que tenía Etemah. Él quería saber qué agroquímico le pasaba al campo y el Herto intentaba explicarle, pero no lograba hacerlo.
-Eeeehhhh, eeeehhh, después me fijo en el cuaderno y te digo justo lo que usamos.
Nunca sucedía.
El Herto, para casi todas, había sido el chico más lindo de la escuela. Tiene los ojos entre verdes y azules, el pelo castaño claro ―ahora le aparecieron algunas canas― nariz perfecta, quiero decir recta, mediana, ni chica ni grande. Ni hablar de cuando se ríe. Ver esa dulzura y esa bondad en semejante físico…
Nunca me miró. El Herto se puso de novio con la gorda al final de la secundaria, y no salió con otra.
Cuando cumplió los trece años la Herta y Mirko decidieron llevar a Cristian -así se llama el Herto-, a Croacia, querían que conociera al resto de su familia. Debe haber sido una decisión de la Herta, era la que mandaba.
Viajaron a Split. Y, según Etemah, ahí fue cuando el Herto quedó así. Fue la última vez que lo vi sonreír.
Apenas llegaron le presentaron a la que era, verdaderamente, su mamá. Resulta que la Herta y Mirko, que lo criaron en la chacra y a los que él llamaba papá y mamá, eran sus abuelos, por lo menos La Herta. Ella nunca se lo había dicho. Su hija había quedado en Croacia trabajando de prostituta. Nadie sabía quién era su padre.
Enseguida, a la vuelta, se puso de novio con la gorda hasta que se casó cuando tenía veinte.
Poco tiempo después de separarse el Herto invitó a Etemah con un asado en la casita nueva y se quedaron hasta muy tarde, hasta las cuatro, los dos solos. Etemah no abundó en detalles de lo que sucedió, no hacía falta.
Se lo veía contento y dejó de dormir conmigo.
Pasaron dos o tres meses y le devolvió la gentileza al Herto invitándolo a cenar a la casa de Saira. Le dijo que iba a cocinar kepe, yabra, hummus y pasta de berenjena.
Después de aquella cena, Etemah empezó a decaer. Se lo veía menos en el pueblo. Pasaba más horas en la chacra, creo que hasta se quedaba a dormir. Me duele imaginarlo allí solo, bajo el cielo oscuro, sin ningún otro sonido que los ruidos del campo. Se dejó un bigote finito apenas arriba del labio y, bastante rápido aparecieron arrugas alrededor de la boca.
Salía con un mameluco de jean y remeras claras debajo. Usaba sandalias y si hacía frío se ponía medias de lana. Era, más que un vecino, un montañés, un tipo del bosque.
Dejó de hablar del Herto: en silencio movía las piernas con un vaivén hacia adentro y afuera.
No debería haberlo invitado a aquella cena. Al llegar, el Herto apenas saludó a Saira, ni siquiera la miró. Saira se quedó a medio saludar y la sonrisa se le diluyó en el vacío del recibidor. El Herto entró, dejó un paquete con masas en la mesa del comedor y se quedó parado, casi inmóvil. Etemah me dijo que parecía, más que nunca, un campesino.
Etemah era de los que perciben las cosas enseguida y cambian de humor abruptamente,
Saira estaba contenta, aunque, con el transcurso de la cena, se fue apagando un poco. Al final trajo las masas. Me la puedo imaginar vestida de negro, su rostro hermoso, inclinada sobre la mesa y desanudando con sus dedos largos los lazos que saben hacer en las panaderías.
El Herto despertó después de esa cena, yo misma los crucé en la estación de servicio. Le estaba pagando a Vanesa la cuenta del mes.
-¿Cómo andan las chicas aquí, bien guardaditas del frío? ¿No les molesta que yo también espere adentro, no es cierto?
Vanesa se rió, y yo también.
Al cabo de no más de tres meses el Herto se fue a vivir con Saira. La gorda hizo imprimir volantes y los dejó en la escuela, en la salita de preescolar y hasta en la misma cooperativa. Decían: “sepa usted quién es Christian Argerich” y relataban lo que todos sabían.
El Herto siguió fuerte y alegre. Se distanció en malos términos de la Herta. Etemah lo evitaba.
Saira se mantenía reservada como siempre. Alguna vez vi al Herto entrar al bazar: la cara de Saira se echó hacia atrás y la boca le creció apenas en una de sus sonrisas que hubieran podido, que pueden con cualquiera. Tenía, ahora lo sé, otro motivo de preocupación, además del bazar.
Nos hicimos amigas, ella viene a casa. Me sorprende que le guste tanto el té y tan dulce.
Cuando nos enteramos no lo esperábamos. No así.
Durante el tiempo que vivió en Ouro Preto, supimos poco. Apenas le contestaba los mensajes a Saira. Decía que estaba bien, que el lugar era muy hermoso. Alguien -no sé si es fruto de mi imaginación- nos contó que estaba en pareja. Deben haber sido unos tres años. El tiempo pasa rapidísimo.
Volvió solo al país y se fue a las sierras. Nos pusimos contentas. Saira pareció reanimarse. No le alcanzaba con su amor al Herto, al que sigue queriendo con devoción.
Etemah, al principio, había estado viviendo en la casa del primo de Pergamino y cuando él venía se iba a la hostería. Para ganarse algún dinero le cuidaba el jardín. No parecía un jardín de las sierras, era más prolijo y verde.
Fuimos a verlo. Cuando lo encontramos venía por el medio del camino. A Saira se le caían las lágrimas. A mí también. Estaba flaco, barbudo y parecía muy viejo. Estaba enfermo, mucho más de lo que creíamos. Nos saludó con una sonrisa a la que le faltaba algún diente y en ningún momento pareció querer decirnos algo, sino más bien, escucharnos.
Tomamos un té que hizo él en la pequeña vivienda que le había cedido Francisco, su primo. No había adornos salvo una máscara que parecía más africana que brasilera. En ningún momento nos referimos al Herto.
Noté, sí, que a Etemah le costó soltar la mano de Saira en la última de nuestras visitas que fueron tres. La seca, el caudal del río, las casas nuevas que proliferaban aquí o allá, fueron, más o menos, los temas. Saira le preguntó si se pensaba instalar allí y Etemah la miró largamente. Después asintió con la cabeza.
La noticia de su muerte llegó medio año después. Había dejado escrito que no se nos informara antes de que hubiesen echado sus cenizas al río. Se lo pedía expresamente a Francisco. Decía que había amado mucho. Saira viajó después a buscar entre sus cosas. Yo la acompañé.