Ya es una costumbre. Algo que seguramente empezó como un gusto, o quizá como una necesidad. Se ha vuelto un ritual: algo que se hace porque sí. No puedo decir que me guste. No sé hasta dónde puede gustarme este pocillo de losa, liso y basto, imposible de gastar de tan grueso. Y el café que mi estómago empieza a rechazar, aunque lo pida cortado. Caeré, seguramente, en el te con leche, al que después también tendré que abandonar. Que ridículo. Y este mostrador de madera, cóncavo de tanto trapo. Y el dueño, viejo y lento, aceptándome porque hace mucho que vengo. Aceptándome, apenas, por esas tres o cuatro palabras que cambiamos antes de que se difundan las sombras de, las que según dicen, yo debería saber casi todo.
Es una costumbre estar allí. Sentado de lado sobre el taburete y mirando a través de la vidriera hacia la calle. Cuánto resisten los vidrios, con semejante abertura. Han de ser bien gruesos, como el pocillo o como este silencio que se repite sin que se sepa por qué, a pesar de las tres o cuatro palabras que se intercambian con el viejo lento, hincha de Vélez Sarsfield. Además las tres o cuatro palabras confirman el silencio que a esta altura tiene peso. Y si no, qué es esta sensación en el pecho. Es la ropa que, aunque sea de algún color (de algún color tiene que ser) me pesa hasta comenzar a oprimirme.
Son, en verdad, gruesos los vidrios de la vidriera, pero no de gran calidad. Si no, no deformarían los automóviles que pasan por encima de las seis sillas y las dos mesas de madera pegadas contra el pedazo de muro por debajo del vidrio. Todo el mundo dice que los deforman. El mozo de siempre ha encanecido. O quizá antes se teñiría el pelo. Le hacen bromas un poco bobas por sus canas nuevas. El mozo habla aún menos que el gordo de Vélez a pesar de tantos cortados y tantas tardes. A veces tiene una atención especial pero no pasa de ahí y retoma ese ritmo que es también algo que tiene que pasar.
Es como un cuadro que se repite. En realidad, es un cuadro que aparece a determinada luz. Y de eso siempre me he preocupado. Si no qué sentido tiene mirar por la ventana de soslayo y ver lo que pasa en ese umbral o saber lo que pasa adentro de ese umbral y de ese hombre ciego que fuma.
Quién sabrá tanto como yo de él y de todo eso que está a su alrededor. Aunque las variaciones son mínimas, aunque la luz sea siempre la misma (no podría imaginar otra), algún detalle tendrá que ir cambiando. Eso es la secuela del tiempo. El tiempo de observarlo parece implicar un cansancio obligatorio. Un cansancio necesario hasta que ya no esté.
Saber cuándo enciende sus cigarrillos, uno detrás del otro. Saber del humo diluyéndose hasta deformarse del todo cuando alcanza el remate del arco debajo del cual ese hombre desgasta la tarde. Como el trapo al mostrador. Como, quizá, la mugre a las paredes del boliche donde cuelga el banderín antiguo de Vélez. Enciende un cigarro tras otro con la habilidad que da lo que se vuelve automático. Todo se vuelve automático desde que decidí sentarme a mirarlo desde el bar de enfrente.
El mozo que se ha llenado de canas. Sería más simpático con el pelo lustroso y oscuro. Tendría más ganas. Dejar que vuelva el pelo blanco es también perder las ganas.
Sentado en el umbral el hombre ciego fuma y fuma y murmura siempre esos versos, ese verso. Y los ojos extraviados sueltan lágrimas calladas. Yo sé por qué llora. Tanto estar aquí al acecho, ocupándome de él como necesita que se ocupen de él, allí, desde tanto silencio y tanto cansancio. Murmura casi siempre los mismos versos, el mismo verso, y llora con esos ojos que serán como un garaje vacío.
Hace muchísimo cansancio que murmura. Muchísimo desde que dejó de venir el petiso colorado. Era petiso y colorado. Cómo iba a ser con la voz que tenía. Y ella, su vecina, le abría la puerta gris y prolija, quizá, y siempre lo hacía pasar. Qué manera de sufrirlo. Vaya a saber por qué lo eligió, si bastaba con escucharle la voz gritona y urgente para saber que clase de porquería era. Yo lo veía entrar y sabía lo que le pasaba al hombre del umbral, que ya ni siquiera se apuraba con los cigarrillos. Hubiera debido hacer como yo que no me meto tanta nicotina y alquitrán y que por lo menos mato el tiempo en el bar, aunque con café que, a decir verdad, no es lo mejor. Pero mejor que murmurar versos, un verso, y gastar la fatiga en un umbral, es. Yo lo veía entrar y también alcanzaba a verla a ella. Seguro que había sido hermosa antes del petiso. Se le notaba en su delicadeza, en tanta educación. Había sido hermosa con su pelo rubio suelto y su figura suave y blanda como su manera.
Era rubia, sí. De su pelo hablaban las dos vecinas para alegrarla. Y alta. Alguien tan nítido como ella se manifiesta con pocas diferencias para las distintas personas. Y era difícil comprender que una muchacha tan suave pudiera haberse enamorado del colorado que llegaba como una ráfaga montando su cupé Plymouth.
Plymouth me dijeron que era. Y los pibes se acercaban para fabular la velocidad y la potencia. Quizá, a ella, eso le gustaba. No lo dijo nunca. Pero seguro que estaba enamorada del petiso porque era verlo llegar y era sentir iluminárseles los ojos grandes y claros. Clara era la voz de sus pocas palabras hasta que entraba en su casa de la que dejaba siempre las persianas levantadas como si no tuviera nada que ocultar.
El hombre no podía reparar en eso. Yo sí, desde enfrente, mientras trataba de entender qué le estaría diciendo el petiso.
Seguro que dejaba la cupé bastante separada del cordón, lejos del cantero, como para mostrarla más.
A las persianas las bajaba de noche con ese ruido a cascada que alguna vez pude escuchar cuando hubo una creciente en Córdoba. El ruido y el olor a creciente. A barro en el aire, de eso no me olvido. Así caían sus persianas cuando era hora de irse y, para el hombre, hora de levantar su silla y meterse adentro.
Así caían hasta que no se levantaron más, hasta que se terminó el ruido de gorgoteo entrecortado cuando las arrollaba a media mañana.
Esperó un tiempo largo con las persianas altas. Esperó a que volviera el Plymouth. Esperó muchas mañanas de ventana abierta o algo así. Se la sentía declinar como los rumores antes de la noche que se anuncia con esa mezcla de fresco y humedad.
Salió, todavía, algunas veces. E inició con voz que quería ocultar su amargura, una conversación como para escucharlo al hombre y matar el tiempo. Y él casi no se atrevía a nada. Podría aparecer el Plymouth. No sabía si quería eso o no, que de no venir quién sabe qué pasaría con ella. Después ya casi no se la vio más, salvo por esa tarde en que sacó la silla a la vereda y la puso al borde del césped cerca del fresno flaco. Junto al hombre que estaba sentado desde hacía un rato, como siempre. Apenas conversó con unas palabras tenues como las pocas hojas del fresno.
Y se despidió casi enseguida tomándole la mano con las suyas que parecían dos cachorros antes de la noche. Yo lo vi. lo vi, se entiende, desde la barra gastada. Y entonces empezó el cansancio. Eso lo sé bien. No hace falta mucho para comprenderlo después de tantas tardes de café y cuatro palabras con el dueño.
De aquella tarde se aferra el ciego cuando murmura, entre cigarro y cigarro, sus versos, el verso, de siempre. Hubiera seguido conversando quién sabe hasta qué hora y disfrutando de esa voz de muchacha rubia y delgada. Yo lo vi levantarse y sé que lloraba. Lloraba por ella. Yo estaba enfrente, pero sé bien lo que tiene que haberle dicho.
Y, en fin, las persianas no se volvieron a levantar hasta que lo supo por las vecinas de la casa contigua. Ellas la encontraron. Ellas se ocuparon de todo. Ellas dijeron que se había cansado de amar. Así dijeron. Yo lo sé.
No me acuerdo bien de ese día, todo se asoma entre brumas. Pero no vino mucha gente, estaban las vecinas, un hermano de Entre Ríos, dos tías que seguro que eran solteras y el petiso que llegó con ruido a Plymouth y por suerte se fue llevándose para siempre el ruido a Plymouth. Entre las brumas hay algo que se presenta con más claridad. Es como un símbolo que no puedo entender del todo. Cuando se acababa la tarde pasó o creo que pasó un organito tocando un vals. Un organito de esos que ya no pasan y que tienen una manivela que les da el movimiento. De dónde viene que tiene las ruedas embarradas, preguntó el gordo. Trae un monito haciendo piruetas, dijo después. Cómo será un monito para el gordo.
Aquí estoy ahora, repitiendo la costumbre. Ese volver al bar porque es así. Algo que pasa sin que uno influya. Algo de lo que uno, por repetirlo, ya no tiene conciencia. O sí. Ni el gordo ni el mozo son conscientes. Mejor así. Y el dueño me dice las cuatro frases de oficio. De algún modo sé que es gordo mientras saludo al mozo del que, de algún modo también sé que es canoso y está sin ganas. Y después me apoyo en el taburete y me pongo a mirarme allí, sentado y fumando y murmurando. Y a veces llorando en el umbral. Yo que soy ciego, según me han dicho, y que me sigo viendo desde el bar de enfrente para no afrontar solo tanto cansancio.