El hombre es moreno, su piel y su contextura exhiben la traza de un árabe. Lleva unos pantalones de gimnasia azules con una banda blanca y delgada a cada lado de las piernas. Calza zapatillas que no parecen baratas. Hace frío para mayo, y una camisa limpia aflora sobre el suéter verde. Encima lleva una campera roja, de rayón, como es costumbre entre gente como él. El tono cobrizo de su piel reverbera en la oscuridad. Se nota que hace mucho que está en la ciudad. Tal vez más de una generación.
No es un hombre alto ni bajo, como se pudo ver cuando se puso de pie para salir y, apenas, caminó dos o tres pasos agazapado, sin llegar a incorporarse del todo. El brusco movimiento de la frenada hizo que se le cayera un monedero abierto. Su contenido de monedas y otras chucherías se ha desparramado sobre el piso.
La chica le dice ¡cuidado señor!, y trata de ayudarle a juntar las monedas. Desiste enseguida.
El árabe, que es más bien macizo, no desciende, y sigue buscando, vacilante, los pequeños objetos que hay desperdigados. El piso no termina de estar mugriento, pero lo es. Sin llegar a pararse del todo, se vuelve a desplomar sobre su asiento con el monedero abierto.
Lo cierra, entonces, y sigue, con la mirada incuestionablemente perdida, explorando la superficie a su alrededor, incapaz de levantar la cabeza.
Vuelve a incorporarse. Cerca, y frente a una pareja de edad, inclinado, con su índice y su pulgar, trata de prender una pequeñísima esfera blanca. La señora observa temerosa. Su esposo mira hacia delante, con indiferencia atenta.
Los dedos del hombre fracasan repetidamente en pescar la pequeña esferita blanca. La chica y su novio no dejan de atender a lo que hace el árabe. Ella parece estar tranquila.
La pareja de edad no puede. Está pendiente del árabe, tratando de comprender. Él ha perdido cualquier contacto con los demás, abstraído tras la pequeña esfera blanca.
Por fin logra tomarla y vuelve a sentarse. Entonces abre el monedero e inspecciona. Se le hace difícil. Los ojos exhiben una pátina brillosa: la mirada de un lagarto. Observa el contenido muy de cerca, pero no da con lo que busca. No alcanza a comprender qué ha sucedido. Vuelve a cerrarlo.
Mete una mano en el bolsillo de la campera. El movimiento de los dedos es febril.
No se han levantado ni la chica y su novio ni la pareja de edad. Han pasado, tal vez, dos o tres estaciones más. Entra un hombre de unos treinta y cinco años, delgado, vestido con ropa muy usada, lo suficientemente limpia. Dice unas palabras al lado de la puerta, empleando esa retórica tan difundida, que se regodea escuchándose. Enseguida se acerca a los pasajeros para pedir una limosna. En ese preciso momento el árabe vuelve a abrir el monedero, y a rebuscar adentro.
La escena se concentra en estas acciones:
1. La del hombre de treinta y cinco, delgado, que observa lo que hace el árabe, creyendo que intenta sacar una moneda para dársela
2. El árabe, con la aceitosa mirada a unos quince centímetros del monedero de plástico abierto, y su índice, su pulgar y su mayor hurgando adentro, desesperado.
Por fin el hombre de treinta y cinco mira hacia adelante; pero enseguida se rehúsa a seguir camino y vuelve la cara hacia el otro. Trata de comprender qué es lo que hace, por qué no retira el rostro de la boca del monedero abierto y asediado por los dedos ávidos y anárquicos. Aún guarda la esperanza de percibir una moneda.
Camina un paso y sucede lo mismo. Es la segunda detención de la escena, y se repiten los actos de la primera.
El hombre de treinta y cinco ya ha perdido la ilusión, pero ahora se queda para ver qué sucede. Nadie, ni la pareja añosa ni la chica y su novio han atinado a ayudarlo con dinero. Él permanece a la expectativa algunos instantes más. Luego se retira con alivio, con soltura. Adelante, en el otro vagón con poca gente, nadie le suelta una moneda.
El árabe brilloso trata de colocar la esferita sólida y blanca sobre una plataforma cilíndrica que, por fin, encontró. Tarda largo rato en extraer un encendedor del bolsillo y le da fuego. La esferita no se enciende.
El árabe ensaya dos veces más hasta que libera un poco de humo blanco. Acerca su nariz y trata de aspirar el humo, pero termina dejándolo con gesto de disgusto. No es el humo que pretendía. No es lo que él necesita imperiosamente.
La esferita apagada se cae de la plataforma cilíndrica con las vacilaciones de la mano y el movimiento del vagón. La señora no quita los ojos del hombre. Su expresión es la misma desde que al árabe se le cayó el contenido del monedero y no pudo abandonar el vagón. El árabe inspecciona el piso. Ni la esferita ni algo parecido se ven por ningún lado.
La chica y su novio bajan en una estación sin mirarlo.
El árabe revuelve otra vez en su bolsillo. Cuando lo hace levanta la cabeza con la mirada perdida dejando de revisar el piso. Después se queda en la misma posición, vuelto sobre sí mismo.
El metro llega al final de la línea. Ha registrado su bolsillo dos o tres veces más. También el piso. No ha salido de su ensueño. Tampoco ha podido encontrar la esferita.
Es la última parada. Bajan todos, salvo él.
Las puertas permanecen abiertas. Entra el hombre de treinta y cinco, delgado, al vagón y con una carga muy amplia le da una patada en la cabeza al árabe.