Mi madre lo veía con admiración. Quería verlo así, seguramente fruto de su amor. Incluso lo comentaba muchas veces haciendo notar que el mundo en el que me movía tenía una importancia única, y que no sólo debía tenerla para mí sino para todos. El hecho de no prestar atención a ninguna otra cosa mientras estaba enfrascado en algo, y eso ocurría la mayor parte del tiempo, era visto por ella como una gran virtud, un síntoma de genialidad oculta y en progreso.
Me he dado cuenta a través de los años de que tal vez sea una disfunción de mi psiquis, tantas veces puesta en tela de juicio por ciertas vecinas (a decir verdad creo que eran casi todas las vecinas). Porque esa característica me hizo, y aún me hace, responder a ciertas preguntas que no me interesan y que me obligan a perder el foco de mi atención, de una manera sumaria y cierta, y después olvidar completamente el hecho con las consiguientes consecuencias, a veces catastróficas. Esa condición y los recuerdos de las pruebas de resistencia que hacíamos en el pozo forman parte de los indicios que me generan dudas acerca de la conformación de mi estructura psicológica. Pero no me alarmo porque sé muy bien que a la mayoría de nosotros nos pasa lo mismo.
El pozo era una gran excavación que habíamos practicado en un terreno baldío que daba al fondo de mi casa y que habíamos cubierto con unas chapas que nos regalara “el tata”. Era el abuelo de cuatro hermanos entre los que estaba mi amigo Ezequiel. El tata era un hombre alto y bondadoso que se llevaba muy bien con los niños, salvo excepciones, como el día en que me corrió con el hacha en ristre hasta la puerta de su casa por alguna razón que no recuerdo o no quiero recordar. Quizás le haya robado alguna de sus herramientas, a las que siempre deseaba y que perdía enseguida cuando mi atención era seducida por algún abejorro o el lobuloso lunar cerca de la boca pintarrajeada de una de las vecinas poco aficionada a mis comportamientos. La cara de las adversas vecinas me atraía irresistiblemente. Quedó en mi memoria una cara tipo cuya impronta tiene el arco de las cejas bien marcado, realzado con color negro, y el inquieto tremolar en las finas líneas de los labios bermellones. Por cierto esas caras no me causaban rechazo, sino al contrario una neta curiosidad cuya principal causa era el hecho de que yo las percibía como un producto fascinantemente horrendo.