Fue un avión (no fue patera) que asustado,
lo sacó de Senegal hacia una Francia
de hombres tristes, refractarios, azulados,
suspicaces del betún, de su substancia.
Tal vez dos meses huyendo o escondido
(sin nadie para acogerlo en sus manteles)
de la Sûreté con rudo e instruido
desprecio por tanto negro sin papeles.
Hasta que el tren de la noche, clandestino
por llegar hasta la luz de Barcelona,
le mostró el mar que aún decreta ese destino
de ahogarse sin blandir una fregona.
La novia de allá, sagrada y primeriza,
sus hermanos, el Islam disciplinado,
no robar, y hasta la manta voladiza,
son el muelle de sus ojos azorados.
Pero blandos por amor de los amigos:
blanco o latino, el ávido inmigrante,
una chica enamorada como abrigo,
dan alivio a su espalda trashumante.
Y los hombres de acechante mercancía
por la negra y alta hilera de la esquina.
Una cuerda a cada punta, la osadía
de escaparse con la manta repentina.
En el Poble Sec, por recuerdos de una mesa,
fue suave un padre, lo fueron sus esposas,
la huerta en Dakhar, la negra que profesa
calor de madre, distancia recelosa.
Ábrete a todo el que quiera conocerte,
Khadim dijo que su padre se lo dijo.
Negro y blanco, esas tardes y esta suerte:
él tal vez tiene otro padre; yo otro hijo.