En la precipitación plateada de las hojas.
En la mirada de las fieras
durante los metales de la noche.
En la poderosa mirada de los amantes
que parecen saberse.
En la actitud de la rosa
que tuerce su soledad en el ocaso.
En la seriedad de un niño
al que se le desploma un costado del mundo,
late la pregunta.
En el fruto cayendo,
en el anfiteatro de los pájaros
sobre los hilos de la luz
o en las manos que sellan su negocio.
En los besos verdaderos,
en los besos de oficio,
tiembla la pregunta.
Traspasa la pregunta
los pulmones de las piedras
que respiran luna y noche.
A la multitud de la voz
y a la luz última
de la bestia que se muere.
A Dios mismo lo traspasa la pregunta.
A Dios, que no es nada sin nosotros.
Al enfermo que conoce de distancias.
Al pez en la líquida panza de los truenos.
Al que mira la flor.
A ella que se sabe contemplada.
Y así la vida se monta sobre el tiempo.
Y así la sed,
vieja como una bruja,
se inclina hacia una orilla
para beber de la cuenca inagotable
de un signo de pregunta.